Miguel González

“Blop, blop, blop”

XI

Abducidos por la interesante Chicago, de pronto caemos en la cuenta de que faltan muy pocos días para regresar a Lanzarote y que la Costa Este se encuentra a más de 3.000 kilómetros de distancia si, como es nuestra intención, pretendemos hacer escala previa en Washington DC antes de poner fin a nuestro viaje en Nueva York. Así que muy de mañana nos lanzamos a la carretera después de programar a “Juana” con las coordenadas exactas de la capital de EE.UU. y abandonamos Chicago en dirección sur, conscientes de que sería necesario permanecer muchas más jornadas en esta urbe para conocer a fondo y con mayor precisión “la ciudad del viento”. A mediodía cruzamos la frontera con el estado de Indiana, lugar de nacimiento del gánster John Dillinger y del actor James Dean, y atravesamos la ciudad de Gary, cuna nada más y nada menos de otro de los mitos de la cultura popular de este país, el cantante Michael Jackson. Pero como no tenemos tiempo para detenernos en la localidad que vio nacer al autor de “Thriller”, el videoclip más visto de todos los tiempos, continuamos rumbo al este por la autovía 30 avanzando por interminables campos cultivados de un millo altísimo, circunvalamos la ciudad de Fort Wayne y avistamos, al atardecer, la ciudad de Lima, Ohio, porque hemos pisado tan a fondo el acelerador de nuestro coche que hemos cruzado a lo ancho el estado de Indiana en unas cuantas horas y casi sin percatarnos de ello. En fin, ya estamos en Ohio otra vez.

En Lima, Ohio, y no en Lima, Perú, merendamos en una cafetería cuya parte trasera parece ser el club local de ajedrez, pues atisbamos varias mesas con tableros cuadriculados y jugadores concentrados en el movimiento de sus piezas cada vez que se entreabre una puerta de hierro de aspecto siniestro que parece concebida para albergar algún extraño bucle temporal de esos que de cuando en cuando idea Stephen King. Yo prefiero fijar mi atención en una mesa situada junto a la nuestra donde toman el te de la tarde cuatro mujeres de mediana edad que conversan entre ellas con risas y aspavientos varios. Supongo que se están contando sus cosas, pero una de ellas reclama especialmente mi atención: es de piel morena, brillante, rotunda, de pelo negro y ojos verdes, y parece llevar la voz cantante del grupo. Su parloteo con jerga propia de Lima, Ohio, es difícil de seguir, pero me temo que está relatando una aventura amorosa, quizás extramatrimonial, a sus amigas, que la escuchan atónitas. Sintonizo mi oreja en su dirección y descubro que se llama Sharon. Sharon hace un alto en su tórrido relato sexual (o yo imagino que quizás es un relato tórrido y sexual) y me mira de reojo, pues me temo que se ha percatado de mi cotilleo mal disimulado. Se dirige al servicio, y cuando se incorpora, confirmo mis sospechas: sus caderas, observadas desde la perspectiva caballera que facilitan sus vaqueros ajustados, revelan contundencia. Las amigas de Sharon continúan riendo hasta que ella retorna a la mesa. Por los amplios ventanales de la cafetería observamos que cae la tarde, así que toca buscar alojamiento para pasar la noche, pero antes de abandonar el local, justo en la puerta de salida, me vuelvo a mirar atrás, tal vez con la remota esperanza de que Sharon me dirija un gesto de complicidad. Un guiño. Algo. Pero Sharon es natural de Lima, Ohio, y en Lima, Ohio, antaño potente sede industrial y agropecuaria de la región, me temo que no están para demasiadas sutilezas.

Al mediodía del día siguiente, algo sobrenatural y grandioso emerge en el horizonte límpido y azul al que nos aproxima la carretera 33: son los rascacielos de Columbus, la capital del estado de Ohio erigida en medio de las inmensas llanuras y las praderas inacabables del Medio Oeste norteamericano. Nosotros continuamos hacia el este, hasta cruzar la frontera del estado de Pensilvania, y bordeamos la gran ciudad de Pittsburgh hasta que la noche nos sorprende en Bedford, una pequeña ciudad de casi 4.000 habitantes y cuyo único motel disponible está tomado por un ejército de moteros ataviados de cuero negro de la cabeza a los pies, barbudos y cerveceros que a bordo de sus impresionantes Harley Davidson se dirigen a no se qué concentración de aficionados a las motocicletas de época en St. Louis, Misuri. Pero como son gente legal y de principios apagan los motores de sus máquinas en el aparcamiento del motel a las once en punto de la noche, apuran sus últimas cervezas y se retiran a dormir en silencio, sin que ninguno de los asustados habitantes de Bedford sufra daño alguno en manos de semejante horda de ángeles del infierno.

Nos detenemos a reponer fuerzas en Wilmington, la principal ciudad del estado de Carolina del Norte, en un delicioso restaurante junto a un pequeño centro comercial que huele maravillosamente a “baked potato” y cuya camarera, muy joven, rubia, ojos oscuros, piercing en nariz, ceja y lengua, asegura llamarse Jennifer. Toma nota de nuestro pedido en el mantel blanco de papel de nuestra mesa con unos lápices de cera de colores y nos deleita con sendos filetes de novillo medio hechos capaces de parar un tren. Brutales. Por la tarde entramos en el estado de Maryland, que en el año 1940 vio nacer al gran Frank Zappa, y llegamos a Baltimore, ciudad de casi 700.000 habitantes a orillas de la bahía de Chesapeake (el mayor criadero de cangrejos del mundo) y escenario principal de “The Wire”, una de las series míticas de la televisión estadounidense de los últimos años. Ahí compartimos motel con la celebración de la boda de una pareja afroamericana y por eso disfrutamos en primera fila de uno de los espectáculos más horteras que jamás habíamos visto: limusina blanca como la nieve, invitados obesos como osos, música de rap para acompañar a los novios, pedrería dorada colgando de orejas, cogotes y muñecas, reguetoneros con frac y zapatillas de baloncesto… Esa noche, el inodoro de nuestra habitación de un motel barato de Baltimore dijo ¡basta!, y hubiese sido digno de conservar en video para la posteridad nuestra surrealista explicación de madrugada al asiático impasible que hacía las veces de recepcionista de noche, en el vano intento de explicarle que exigíamos urgentemente otra habitación porque nuestro retrete se había colapsado y emitía un sospechoso estertor de auxilio, algo así como “blop, blop, blop”.

Destinamos un día entero a visitar Washington DC, la capital de EE.UU., 560.000 habitantes, lugar de residencia de miles de ONG´s y de lobbies y grupos de presión perfectamente organizados y capacitados para influir en las decisiones políticas del gobierno norteamericano. En Washington se ubican la Casa Blanca, el Capitolio, la Corte Suprema, el Smithsonian Institute y todos los grandes centros de poder de la primera superpotencia mundial, así que no es descabellado afirmar que desde esta ciudad se gobierna el país y, por extensión, el planeta. Por esta razón, ejércitos de turistas y de escolares llegados desde todos los estados de Norteamérica la invaden a diario, colonizando lugares tan emblemáticos como el Mall, donde tuvieron lugar las gigantescas manifestaciones contra la guerra de Vietnam o donde Martin Luther King pronunció su famoso discurso (“I have a dream…”), o los monumentos en memoria de los padres fundadores Abraham Lincoln o Thomas Jefferson. Y por supuesto, la Casa Blanca, en cuya verja principal nos hacemos la fotografía de rigor, la residencia oficial de los presidentes de EE.UU. hoy okupada por un racista indigesto de color naranja que se alimenta de comida basura y que se muestra dispuesto a azuzar al ejército más mortífero del mundo contra una caravana de mujeres, niños e indigentes indefensos que huyen de la guerra y de la miseria que impera en los patios traseros de este país.

Al día siguiente es domingo, y el atasco en la autopista Interestatal 95, desde Washington hasta Nueva York con escala en Filadelfia, es de proporciones bestiales, no en vano se trata de una de las vías circulatorias más transitadas de la Costa Este de EE.UU. Tardamos casi seis horas en completar los 375 kilómetros que separan ambas ciudades, pero cuando ya atardece observamos cómo se perfilan en el horizonte los grandes rascacielos del sur de “la gran manzana”. Entramos en la ciudad por el Holland Tunnel, el mismo que se derrumba y atrapa entre sus ruinas a unos cuantos automovilistas en una película hasta que aparece Sylvester Stallone y los rescata a todos, sanos y salvos. Gracias a la pericia artificial de “Juana” y a sus metálicas indicaciones sorteamos el tráfico infernal de Manhattan y llegamos ya de noche cerrada a Times Square. Es el final de nuestro viaje, aunque aún disfrutaremos de casi cuarenta y ocho horas en Nueva York y todavía nos aguarda un periplo interminable en varios aviones desde la Gran Manzana hasta Detroit, desde allí sobrevolando el Océano Atlántico hasta Amsterdam, desde la ciudad holandesa hasta Madrid y, por fin, a Lanzarote. Será agotador, pero valdrá la pena, porque sabemos que hemos culminado el mejor viaje de nuestras vidas.

***

En el verano de 2008 el autor de estas crónicas viajó durante casi un mes por diferentes lugares de Estados Unidos. Visitó once estados y varias ciudades, y en cada uno de ellos tuvo la sensación de haber estado previamente, sin duda a causa de la potente influencia cultural que ejerce ese país sobre el resto del mundo. Como consecuencia de ese viaje son estas crónicas de anécdotas y situaciones diversas en el país entonces de Obama y hoy propiedad de un individuo de color naranja.

CRÓNICAS:

La ciudad del viento

Al otro lado del Misisipi

“Big Mac”, ocho kilómetros de puente

La "no ciudad"

El océano interior

La madre de Joe

Al oeste, siempre al oeste

“Welcome to New York”

¿Era Liam Neeson?

“Creuze Club”. Perversiones varias

 

Comentarios

Muy buena esta crónica, como todas la de este viajero, que no turista, donde nos da, a base de magníficas descripciones, una serie de retratos esenciales para conocer ese gran país que es Estados Unidos, con todas sus viertudes y defectos.

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