Miguel González

“Creuze Club”. Perversiones varias

III

El metro de Nueva York es exactamente igual a como lo hemos contemplado miles de veces en el cine y en la televisión: oscuro, siniestro, maloliente, abarrotado de viajeros y, sobre todo, el mejor escaparate para observar de cerca a los pintorescos habitantes de esta ciudad. Así que tomamos uno de los trenes de la línea 4 en dirección sur, atravesamos todo Manhattan y, antes de apearnos en la estación de City Hall, junto al Ayuntamiento, un mendigo, uno de los miles de homeless que deambulan sin rumbo por las calles de Nueva York, nos mira fijamente y masculla algo con infinito desprecio que suena a insulto desagradable. Va cubierto con un abrigo raído y lleno de parches, y desprende un olor corporal nauseabundo. Lo miro a los ojos y avanza unos metros por el vagón en dirección hacia mí, y cuando me tiene a tiro me estrella contra la pierna una bolsa de plástico que lleva en la mano. Escucho ruido de cristales rotos. Nadie se mueve, y nosotros aprovechamos que el tren se ha detenido y que se han abierto las puertas para saltar al andén. El tipo continúa gritando, imagino que reclamando que le pague sus vidrios hechos añicos. Durante un buen rato nos persigue su mirada llena de ira y sus gritos incomprensibles.

Pero muy pronto olvidamos el incidente. Disfrutamos, a mi juicio, de la mejor atracción turística de Nueva York y, además, gratis. Paseamos por el Puente de Brooklyn, que une este distrito con Manhattan, y que ofrece sobre el East River las vistas más espectaculares de lo que se ha dado en llamar el skyline neoyorkino. Son más de dos kilómetros de paseo, cinco metros por encima de la calzada para el tráfico rodado, y observamos que la gente lo utiliza para caminar, para correr, para pasear al perro o simplemente para extasiarse, como el poeta Walt Whitman, que definió este itinerario como la más eficaz medicina para su alma. La panorámica es apabullante: desde el lado de Brooklyn divisamos con nitidez el Empire State Building, el Chrysler Building, la sede de la ONU, el perfil de Staten Island, el City Hall… en fin, todos los rascacielos más conocidos de Nueva York.

De regreso a Manhattan, atravesando Wall Street, una suerte de callejón desangelado desprovisto del glamour que le atribuyen las series de televisión que retratan a los tiburones financieros más voraces del planeta, desembocamos en el SoHo, y un poco más lejos, TriBeCa. Son los barrios de moda, cuya arquitectura de hierro plagada de lofts atrajo a famosos cineastas, escritores y artistas varios que gentrificaron  estas zonas, desplazaron a los vecinos de toda la vida  y las convirtieron en espacios repletos de tiendas carísimas, extravagantes galerías de arte y restaurantes exóticos. Pero afortunadamente, un poco más allá aparece Greenwich Village, The Village, como gustan en llamarlo sus habitantes. La característica cuadrícula de las calles de Nueva York (avenidas de norte a sur, calles de este a oeste) aquí se volatiliza en callejuelas estrechas, pequeños parques, plazoletas escondidas y, lo mejor de todo, Washington Square. Estamos en territorio gay (los “Village People”, ¿te acuerdas?), pero también es el barrio de escritores, pintores y bohemios varios. No en vano, el artista Marcel Duchamp proclamó en su día “la República independiente de Washington Square, estado de Nueva Bohemia”, y aquí residieron y crearon Henry James, Dos Passos y Edward Hooper. O sea, un mal sitio, supongo, para el sujeto-calabaza que preside este país.

Pero decíamos antes que aquí está Washington Square. Probablemente se trate del espacio abierto más animado de toda la ciudad. A este lugar vienen a echar la tarde los vecinos, paseantes variados, músicos callejeros, jugadores de ajedrez, latinoamericanos, africanos, asiáticos, nórdicos… Una amalgama heterodoxa de razas, etnias, idiomas, vestidos, músicas, olores, risas, aprovecha la temperatura tibia de la tarde de agosto para pasar el rato. Un grupo de mejicanos, o colombianos, o venezolanos, juega un partido de fútbol sin porterías, y la pelota cae cerca de donde juegan al ajedrez  los más viejos del lugar, sin que nadie se inmute. Diez o doce jamaicanos escuchan reggae en un enorme equipo de música y fuman porros de marihuana entre humaredas azules y verdes. Junto a ellos, negros enormes, afroamericanos, conversan ruidosamente y enseñan su prolijo muestrario de cadenas y collares de oro, zapatillas Nike a cual más ostentosa y una extensa corte de muchachas que parecen clones de la cantante Rihanna. De lejos suena algo así como rap, o reguetón, o algo que no distingo. Chunda-chunda por un tubo. Un grupo de músicos callejeros, un asiático con un saxofón, hacen jazz, creo. Washington Square es una ciudad dentro de la ciudad, y cuando nos alejamos por una de las callejuelas adyacentes nos llama la atención una suerte de siniestro templo gótico dotado de una enorme puerta de hierro negro con la inscripción “24/7” grabada en bronce, a la que se accede por una escalinata. “Creuze Club”, dice la placa, y debajo aclara “BDSM-Bondage-Facesitting-Pain”. Perversiones varias junto a los viejos que juegan al ajedrez  en Washington Square. Todo normal en The Village.

El MoMa es un placer para los sentidos. El Museo de Arte Moderno de Nueva York merece tardes y tardes de visitas prolongadas y serenas para apreciarlo en todo su esplendor. Ubicado entre la Quinta Avenida y la Avenida de las Américas, el acristalamiento de su singular edificio permite una vista espectacular de su famoso Jardín de Esculturas. El museo presenta la más grande colección de posimpresionismo del planeta, además de ingentes fondos de arte contemporáneo, diseño, fotografía, cine, escultura, etc. Es muy difícil decidir que obra impacta más una vez que se recorre el museo, pero tal vez por su significado, “Las señoritas de Avignon” de Picasso o “La noche estrellada” de Van Gogh son dos de los cuadros más representativos del MoMa. También los autores del pop-art, como Warhol o Lichtenstein, o los expresionistas Pollock o De Kooning. Es imposible resumir la riqueza artística incomparable que alberga este museo, uno de los más visitados del mundo, pero es un modesto privilegio pasear por sus salas y experimentar la belleza del arte que allí se da cita. Por mi parte, me quedo con la colección de fotografía.

***

En el verano de 2008 el autor de estas crónicas viajó durante casi un mes por diferentes lugares de Estados Unidos. Visitó once estados y varias ciudades, y en cada uno de ellos tuvo la sensación de haber estado previamente, sin duda a causa de la potente influencia cultural que ejerce ese país sobre el resto del mundo. Como consecuencia de ese viaje son estas crónicas de anécdotas y situaciones diversas en el país entonces de Obama y hoy propiedad de un individuo de color naranja.

II: ¿Era Liam Neeson?

I: “Welcome to New York”

Comentarios

¿Por qué no paseas por Apestife y le das un toque literario? Hay tema de sobra: suciedad, miseria, ruina... tus “protas” , si vienen a este basurero de la biosfera no saldrán de sus hoteles “ five stars”.
Ok. Te agradezco la sugerencia
...Un mal sitio, supongo, para el sujeto-calabaza que preside este país... Éste sujeto lo han elejido los ciudadanos, en unas elecciones exprofeso, igualito que en España, y desde luego libre de toda sospecha de que utilice su posición para crearse un patrimonio, o utilizar las llamadas puertas giratorias.
Cierto, al sujeto-calabaza lo eligieron los ciudadanos de su país. Lo que no justifica que sea un racista, un xenófobo, un maleducado, un machista, un individuo despreciable...
...Pero bueno para el porvenir y el presente de USA. Sí, es un tipo maleducado, con formas poco convencionales, y antipático, pero creo que los americanos, que no son estúpidos lo volverán a elegir.

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