Miguel González

“Welcome to New York”

En el verano de 2008 el autor de estas crónicas viajó durante casi un mes por diferentes lugares de Estados Unidos. Visitó once estados y varias ciudades, y en cada uno de ellos tuvo la sensación de haber estado previamente, sin duda a causa de la potente influencia cultural que ejerce ese país sobre el resto del mundo. Como consecuencia de ese viaje son estas crónicas de anécdotas y situaciones diversas en el país entonces de Obama y hoy propiedad de un individuo de color naranja.

I

Calcule usted mismo. Sume a las dos horas y media desde Lanzarote a Madrid otras dos horas más desde la capital española a Ámsterdam y casi ocho y media desde la ciudad holandesa hasta Nueva York. La empanada mental producto del jet lag y consecuencia directa de viajar en compañías aéreas cutres y de bajo coste, así como la diferencia horaria con respecto a Europa, provoca que no entendamos al oficial de inmigración, tocado con una kipá judía, en el control de pasaportes del aeropuerto John FitzGerald Kennedy cuando nos interroga sobre los motivos de nuestro viaje a EE.UU. ¿Cuál será nuestro hotel? ¿Cuánto dinero llevamos? ¿Por qué queremos entrar en su país? Supongo que en agosto de 2008 permanecen indelebles en la mente de todos los ciudadanos norteamericanos los terribles atentados de Al-Qaeda el 11-S de 2001, pero creí que la cuota de surrealismo paranoide en materia de seguridad se había agotado cuando, aún en el avión, hube de rellenar un formulario oficial donde me comprometía solemnemente, por la gloria de mi madre y de lo más sagrado de este mundo, a no cometer atentado terrorista alguno mientras permaneciera en territorio USA.

Lo cierto es que como uno es de natural ahorrador, prescindimos del costoso taxi y decidimos trasladarnos hasta Manhattan en un “shuttle” o especie de furgoneta adaptada para la ocasión, donde viajeros de diversa procedencia y olores corporales varios se encaminan a sus lugares de destino por un módico precio en dólares. Craso error. En algún lúgubre punto del oscuro distrito de Queens, nuestra furgoneta adelanta temerariamente a otro vehículo, el cual, tras el correspondiente roce, provoca el desprendimiento del parachoques delantero del “shuttle” y se da a la fuga. Nuestro chófer, joven aún imberbe pero no obstante dotado de sumo arrojo, detiene el vehículo e inicia una interminable sucesión de imprecaciones contra el automovilista agresor, entre alguna de las cuales distingo varios “fuck-off” y “bastard” mientras muestra con fiereza su dedo medio bien enhiesto hacia el huido (las amenazas que tienen que ver con el ojete son transfronterizas). Permanecemos detenidos varios minutos en medio de la nada, hasta que desde algún punto recóndito de la ciudad ordenan por el móvil al furibundo conductor que reanude la marcha. El tipo lanza los restos del parachoques averiado  sobre nuestras maletas y empuña el volante, mientras que una señora sentada frente a nosotros, de aspecto resignado pero afable, nos mira sonriente. “Welcome to New York”, dice, y guiña un ojo. Sospecho que no es la primera vez que dicha pasajera atraviesa por un trance similar.

Así que tres, o cuatro, o cinco horas más tarde de lo previsto, aproximadamente a las tres de la madrugada de Nueva York ( ocho de la mañana en Canarias) y después de recorrer medio Manhattan repartiendo viajeros por hoteles y estaciones de metro, nuestro “shuttle” desemboca en Times Square y uno entiende por fin eso de la ciudad que no duerme nunca, porque miles y miles de personas abarrotan las calles mientras los inmensos anuncios publicitarios multicolores de las compañías multinacionales más grandes del planeta, colgados de la fachada de edificios que parecen no tener fin, no cesan de brillar. Es madrugada, pero Nueva York no duerme ni parece que tenga la menor intención de hacerlo. Hay gente en las calles, en los restaurantes de comida rápida, en las puertas de los cines y los teatros y en el interior de las tiendas y los grandes almacenes. Cientos de taxis amarillos colonizan el asfalto, y el ruido de motores y bocinazos es ensordecedor. Es un caos. El vestíbulo del hotel de tres estrellas que hemos elegido, equivalente a un modesto establecimiento quizás de una o dos estrellas en nuestro país (y eso, siendo generosos), recuerda a la ONU, pues se detectan rostros e idiomas llegados de cualquier parte del mundo. Estamos en una calle adyacente a Times Square, donde el estruendo del tráfico incesante y de los gritos de los individuos que invitan a los turistas a entrar en los locales de striptease y en los clubes nocturnos se percibe bastante amortiguado. Es Nueva York en estado puro, tal y como la hemos visionado miles de veces en el cine y la televisión. Es una ciudad de casi 9 millones de habitantes y ocupa un área de 830 kilómetros cuadrados (así, por comparar, la extensión de la isla de Lanzarote es de 845,94 kilómetros cuadrados). Es la ciudad más poblada del país, por delante de Los Ángeles y Chicago, y sus habitantes están absolutamente convencidos de que, también, es el auténtico centro del mundo.

Y como estamos aquí, y no es cuestión de desaprovechar el tiempo de estancia en esta ciudad practicando eso tan vulgar como dormir, hacemos un sobreesfuerzo en nuestra lucha contra el sueño, nos venimos arriba y nos sumergimos en la tormenta perfecta de Times Square. Se trata de hacer una especie de trabajo mental previo porque la sensación es que te adentras en un cataclismo sin retorno. Las aceras están abarrotadas, la calzada saturada, los ruidos son ensordecedores, la marabunta humana que te atropella… y el hambre. Hay hambre. Así que hacemos algo muy neoyorkino. Nos aproximamos a un puesto callejero de perritos calientes, con ruedas y toldo de colores, idéntico a los que salen todos los días en las series de televisión donde los socios del selectivo bufete de abogados correspondiente almuerzan mientras caminan por la calle y hablan de sus cosas, y pedimos al individuo con aspecto iraní, pakistaní, o bangladeshí que lo regenta un hot dog con kétchup y cebolla picadita. Está exquisito.

Comentarios

Gracias, por narrarnos su experiencia en la visita a esa ciudad, por lo visto tan buyanguera y caótica; le doy las gracias también por hacerme ver la placidez de vivir en Lanzarote, aunque las terrazas de los bares y cafeterías de por aquí, no tengan nada que envidiar al estruendo de las aceras y calzadas de Manhattan.
Un viaje como turista a Nueva York de hace 10 años. ¿A que viene esto?

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