Miguel González

La “no ciudad”

Aproximadamente a cien kilómetros al oeste de Cleveland aparece la ciudad de Sandusky, a orillas del lago Erie y con casi 30.000 habitantes. Y precisamente en la entrada de la localidad nos topamos de improviso con otro de los iconos más populares para los estratos de población desfavorecida de la antaño pujante zona industrial del Medio Oeste norteamericano: el Wal- Mart. Se trata de la mayor cadena de tiendas e hipermercados basados en los precios bajos y los descuentos de todo el planeta, con más de 11.000 establecimientos y casi 2 millones de trabajadores. Cuando en la década de los 60 comenzó su imparable expansión, muchas medianas y pequeñas ciudades de Estados Unidos contemplaron impotentes como desaparecía el comercio tradicional y los empleados de toda la vida eran irremediablemente sustituidos por trabajadores precarios, con salarios de miseria y horarios extenuantes. El milagro de Wal-Mart, estudiado por prestigiosos economistas de medio mundo, se basa en la escasa calidad de sus productos, su oferta hortera, sus bajísimos precios y su política de explotación laboral. Es decir, una suerte de paraíso en la Tierra para engendros políticos del color de los pimientos verdes, algo así como el ente viscoso que a día de hoy continúa lanzando exabruptos desde Washington.

 Wal- Mart ofrece casi cualquier cosa, desde electrodomésticos de marcas desconocidas a ropa pasada de moda y con defectos de confección, pasando por alimentos preelaborados que hacen las delicias de la creciente comunidad obesa del país, uno de los grandes problemas de esta potencia mundial denunciado durante la presidencia de Barack Obama. Los precios de los artículos son bajísimos, y sus clientes utilizan los famosos cupones de descuento que publican las revistas y los folletos publicitarios para pagar menos dólares. El aspecto de los dependientes es deprimente: personas mayores con discapacidades físicas, jóvenes semianalfabetos silenciosos, mujeres de rostros tristes… El Wal-Mart de Sandusky es similar a todos los establecimientos de la cadena: una nave industrial inmensa, de suelos de cemento e iluminación mortecina, con hileras interminables de estanterías repletas de productos desordenados y apilados sin criterio y un aparcamiento gigantesco y desolador en el exterior, con carritos de la compra muy grandes para que en su interior entre sin problemas todo aquello que el sufrido consumidor desee llevarse a casa. Wal-Mart es un monstruo sin cabeza que ha arrasado tejidos comerciales fuertemente establecidos desde hacía siglos en todos los estados y de costa a costa de este país.

Pero Sandusky no es sólo su Wal-Mart. También la ciudad es famosa por su Cedar Point Amusement Park, un parque de atracciones descomunal que alberga, según aseguran las guías turísticas locales, la mayor colección de montañas rusas del mundo. Desde la carretera podemos observar una de ellas, construida en madera, y ciertamente, es colosal. Desmesurada, como casi todo en EE.UU.

Cruzamos la ciudad de Toledo, una urbe de tamaño mediano de más de 300.000 habitantes y ejemplo de la decadencia industrial de la región, con fábricas abandonadas en sus afueras y altísimas chimeneas que en su momento de apogeo expulsaron a la atmósfera toneladas de desechos contaminantes provenientes de la producción de acero, y atravesamos la frontera del estado de Michigan. En este territorio con forma de manopla vieron la luz por vez primera personajes tan singulares como los industriales Ford, Madonna, la tenista Serena Williams, el rapero Eminem  o el director de cine Francis Ford Coppola. Aquí nació también el famoso “sonido Motown” (recuerden, Marvin Gaye, Stevie Wonder, Diana Ross…) y aquí se fabrican en cadena los coches de General Motors (Cadillac, Opel, Chevrolet) y los Chrysler.

Detroit es la “no ciudad”. Con casi 1 millón de habitantes, la primera impresión que ofrece esta urbe a orillas de un pequeño lago es de decadencia. Enormes edificios abandonados, fábricas en ruinas, construcciones semiderruidas y avenidas larguísimas sin apenas tráfico evocan una suerte de paisaje urbano postapocalíptico. Siempre ha sido la ciudad del motor en Estados Unidos, pero cuando el ayuntamiento declaró la bancarrota en el año 2013, se convirtió en una especie de ciudad fantasma. Las clases medias blancas huyeron hacia la periferia y el centro se desertizó o se convirtió en el hogar de los afroamericanos pobres. Y todo como consecuencia de la deslocalización de las grandes factorías que fabricaban automóviles y que trasladaron su producción a países que ofrecen mano de obra barata y nula problemática sindical.

Así que Detroit nos da mal rollo. “Juana” y sus instrucciones metálicas nos depositan en un parking semidesierto de siete plantas junto a la Hart Plaza, algo así como el centro neurálgico de la ciudad. A diferencia de Nueva York o de Cleveland, hay poca gente en las aceras de las calles y el tráfico rodado es poco intenso. Es una sensación de abandono, de muerte lenta, de ciudad moribunda, aunque desde la plaza se observa en toda su magnitud la enorme torre circular y acristalada del Renaissance Center, la sede central de General Motors. Como peculiaridad geográfica, al otro lado del río se alza la ciudad de Windsor, que por motivos fronterizos pertenece a Canadá pero que se ubica más al sur que la propia Detroit.

A media tarde abandonamos la ciudad decididos a alejarnos cuanto antes de este escenario desolado y triste. No deja de resultar cuando menos curioso que Detroit, en su día la encarnación del auténtico sueño americano para el estadounidense de a pie, hoy sea el paradigma de la ciudad fallida. Su índice de delincuencia disparado, sus amplias avenidas donde crece la vegetación salvaje, sus edificios del centro oscuros y clausurados y la pesadumbre de las gentes que deambulan por sus calles la hacen poco atractiva al visitante. Sin embargo, hay esperanza. Grupos independientes de arquitectos, de urbanistas, de artistas, de ciudadanos  y de políticos progresistas creen que Detroit resurgirá de sus cenizas. Ya trabajan en planes de regeneración urbana y de participación directa de los ciudadanos en la gestión de la ciudad. Sueñan con recuperar Detroit para la gente. Tal vez lo consigan.

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En el verano de 2008 el autor de estas crónicas viajó durante casi un mes por diferentes lugares de Estados Unidos. Visitó once estados y varias ciudades, y en cada uno de ellos tuvo la sensación de haber estado previamente, sin duda a causa de la potente influencia cultural que ejerce ese país sobre el resto del mundo. Como consecuencia de ese viaje son estas crónicas de anécdotas y situaciones diversas en el país entonces de Obama y hoy propiedad de un individuo de color naranja.

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