Miguel González

Al oeste, siempre al oeste

El concepto “coche familiar” o bien “vehículo de tamaño medio” que utilizan los norteamericanos no coincide necesariamente con la idea que sobre dimensiones de automóviles tenemos en Europa. Así que un Hyundai Accent color plata, de cuatro puertas, con matrícula de Connecticut, cambio automático de velocidades y una voz metalizada e inhumana que surge a cada momento del navegador GPS, es clarísimamente un coche pequeño si lo comparamos con los enormes monovolúmenes y los todoterreno imponentes entre los que desaparecemos engullidos por el tráfico caótico de Manhattan. Estamos intentando salir de la ciudad con nuestro coche de alquiler en dirección oeste, atravesando calles y avenidas de una única dirección y con semáforos en todos y cada uno de los cruces de esta gran cuadrícula urbana. Arrecian los insultos y los pitazos que nos dirigen taxistas tocados con turbantes que deben ser sijs, o indonesios, o persas, o vaya usted a saber, ante nuestras dudas a la hora de acertar con la dirección, pero conducir un coche por esta ciudad implica el más rápido y eficaz ejercicio mental para provocarte un infarto fulminante. Observamos algunas señales de tráfico de “speed limit” que en las próximas semanas se convertirán en muy familiares, pero ahora urge escapar de este caos circulatorio y encontrar la salida de Nueva York.

Y, milagro, lo conseguimos, porque de alguna manera hemos conectado con la Interestatal Highway 80, la I-80, la autopista que se dirige al oeste del país y que nos saca de la estresante Nueva York por un puente sobre el río Hudson y nos deposita en otro estado, Nueva Jersey, también conocido como “Estado Jardín” y lugar de nacimiento de Frank Sinatra, de Meryl Streep y, sobre todo y por encima de todo, de Bruce Springsteen. También es el estado sede de la Universidad de Princeton, una de las instituciones académicas más importantes del mundo, así que imagino que, combinada la voz crítica del “Boss” con el librepensamiento universitario, el especímen de lechuga hortera que hoy se sienta en el Despacho Oval de la Casa Blanca no se sentirá muy a gusto cuando se deja caer por aquí.

Por la luna trasera de nuestro coche se van difuminando los altísimos edificios de Nueva York a medida que avanzamos hacia el oeste por la I-80, mientras comenzamos a observar un creciente número de camiones gigantescos de remolques interminables que circulan por la autopista a toda velocidad y que hacen sonar bocinas terribles que parecen truenos. Nos detenemos en la ciudad de Patterson, que al igual que otros centros urbanos del estado de Nueva Jersey, como Hoboken o Newark, alberga a miles de personas que diariamente se desplazan a Manhattan para trabajar y que utilizan como medio de transporte los trenes o los ferries que conectan ambos estados. Patterson es una ciudad de 150.000 habitantes, la mayoría afroamericanos, que nos deja una gratificante sensación como a oasis de paz después de la batalla vivida durante la mañana para salir de Nueva York en nuestro modesto automóvil.

Estados Unidos es un país de carreteras interminables, de autopistas inmensas, de viajeros que pasan años y años recorriendo sus estados. El coche es el medio de locomoción más extendido, muy por encima de la guagua o del tren. La infraestructura viaria, aunque en estado constante de obras, según podremos comprobar los días siguientes, está perfectamente diseñada para animar a la gente a lanzarse a la carretera. Muchos hacen la famosa Route 66, desde Chicago a Los Ángeles, o hay quien se embarca en un viaje de costa a costa entre Boston y San Francisco, entre el Atlántico y el Pacífico. Nosotros decidimos detenernos en un área de descanso al borde de la autopista, provista de estación de servicio, tienda de recuerdos y restaurante, exactamente en la frontera con el vecino estado de Pensilvania, y degustar un generoso y jugoso filete a la plancha de carne de vaca en su punto (un pelín más allá del medio hecho) y una “baked potato” (se convertirá en un referente clásico durante los próximos días), amablemente atendidos por un camarero que dice ser de Guatemala, ataviado con la camiseta de Cristiano Ronaldo, y que pone cara de atoletado cuando le informamos que venimos de Canarias, España. Imagino que la misma cara que pondría si procediéramos, pongamos, de Ulan Bator, Mongolia.

El atardecer de nuestro primer día en la carretera nos sorprende a orillas del río Delaware. Estamos en una reserva natural compartida entre Nueva Jersey y Pensilvania dotada de numerosas instalaciones para practicar actividades al aire libre. Vemos senderistas, jinetes a caballo, ciclistas y muchas piraguas y kayaks deslizándose por las aguas verdosas y cansinas del río. A lo lejos divisamos una zona de acampada formada por las típicas casetas indias, los “tipis”, y un traqueteo irregular que se aproxima deprisa nos avisa que muy cerca de allí discurren los raíles del Appalachian Trail, un tren que une los estados de Maine y Georgia.

Esa noche, ya adentrados en Pensilvania, también conocido como el “Estado Piedra”, disfrutaremos de nuestra primera experiencia en un espacio que forma parte con nombre propio de la idiosincrasia de este país: el motel de carretera. Hemos llegado a Danville, una pequeña localidad a orillas del río Susquehanna, de casi 4.700 habitantes, que aparenta ser ese lugar recóndito y apacible que aparece de improviso en medio de ninguna parte. El motel que elegimos para pasar la noche, en las afueras del pueblo, no tiene nada que ver con aquel hotelucho siniestro regentado por el sádico Norman Bates de “Psicosis”, la película de Hichtcock. Más bien al contrario, está rodeado de verdes prados y hermosos bosquecillos, y pertenece a la cadena hotelera “Days Inn”. Una recepcionista muy atenta y risueña, en su chapita de identificación pone Rosemary, que hace verdaderos esfuerzos para entender nuestro rudimentario inglés, nos informa que la habitación doble cuesta 55 dólares por noche, lo que al cambio en euros nos resulta bastante favorable. Con otra sonrisa de oreja a oreja nos comunica que el desayuno está incluido en el precio de la habitación y que podemos tomar un relajante baño nocturno en la piscina cubierta del motel, cuyo tufo tóxico a agua clorada por un tubo se percibe desde el aparcamiento. Por último, la solícita Rosemary formula la pregunta que nos perseguirá las noches siguientes, cada vez que solicitemos habitación en un motel, que tiene que ver con el tamaño de las camas y cuyas dimensiones exactas seremos incapaces de descifrar durante todo nuestro viaje (básicamente, porque las dos son enormes):

- King-bed or Queen-bed, please?

 

En el verano de 2008 el autor de estas crónicas viajó durante casi un mes por diferentes lugares de Estados Unidos. Visitó once estados y varias ciudades, y en cada uno de ellos tuvo la sensación de haber estado previamente, sin duda a causa de la potente influencia cultural que ejerce ese país sobre el resto del mundo. Como consecuencia de ese viaje son estas crónicas de anécdotas y situaciones diversas en el país entonces de Obama y hoy propiedad de un individuo de color naranja.

Entregas anteriores:

“Welcome to New York”

¿Era Liam Neeson?

“Creuze Club”. Perversiones varias

 

Comentarios

Esto qué es????????????????????????
Dicen que cuando los políticos se dedican a escribir en periódicos locales sus batallas , indica que ya no contarán con ellos para nada . En fin. El próximo viaje a la Luna, que al menos será más interesante.

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