Miguel González

“Big Mac”, ocho kilómetros de puente

Tardamos casi tres horas en hacer los trescientos kilómetros que separan Detroit de la localidad de Muskegon, cruzando a lo ancho el estado de Michigan, circunvalando por una autopista perfecta las ciudades de Lansing y Grand Rapids y avistando, por fin, la “Gold Coast”, la orilla occidental del lago Michigan donde contemplamos estupefactos una de las puestas de sol más espectaculares que jamás hemos visto, encaramados en una duna de arena redonda y dorada. Hemos arribado a un litoral de más de 480 kilómetros de largo, con innumerables tramos de playas y pequeños pueblos de veraneo muy cercanos entre si, repletos de turistas canadienses disfrutando de sus vacaciones. Una costa turística, como tantas otras que existen por el mundo, con la alucinante salvedad de que se extiende a orillas de un lago de proporciones épicas que a nuestros ojos insulares se asemeja al océano Atlántico.

Hacia el norte, siempre bordeando el lago, llegamos a Traverse City, una ciudad de más de 15.000 habitantes muy animada, repleta de veraneantes ruidosos y excitados con prácticamente todos sus moteles y demás alojamientos luciendo carteles luminosos que anuncian que no quedan habitaciones libres. Nos sonríe la suerte, agotados tras un larguísimo día en el que hemos recorrido la casi totalidad de la orilla occidental del lago Michigan, y hacemos parada y fonda en el Days Inn Motel de Traverse City, donde nos enteramos por casualidad que en esta ciudad organiza anualmente un festival de cine el polémico director Michael Moore, autor de documentales como “Bowling for Columbine” o “Fahrenheit 9/11” y personaje en el punto de mira constante de la ultraderecha norteamericana. Ya saben, un delicioso objetivo militar para la masa repugnante con pinta de acelga pútrida que manda en los EE.UU. El caso es que Traverse City puede recorrerse a pie muy fácilmente, y aprovechando sus cortas distancias y sus numerosos restaurantes de aires ligeramente evocadores a ciudad europea nos colocamos entre pecho y espalda sendas pizzas de pepperoni y varias jarras de cerveza artesana local, con cierto aroma a cerezas, que nos pone estupendos. De paseo nocturno, entre grupos de jóvenes alterados haciendo algo, intuimos, semejante al botellón, descubrimos el pequeño cine donde Moore dirige su festival anual. Alguien que, sospechamos, no es su fan más querido, ha garabateado en la fachada algo así como “Michael Moore is a big fat stupid white man”, o sea, que Moore es un gordo y estúpido hombre blanco.

El “Big Mac”, además de la hamburguesa icono de McDonald’s, es un puente de más de ocho kilómetros de longitud que conecta las penínsulas del norte y del sur del estado de Michigan. También conocido como el Mackinac Bridge, cruza el estrecho del mismo nombre y por un módico peaje de 2,50 dólares es posible contemplar desde sus alturas dos de los Grandes Lagos (el Michigan y el Hurón), dos penínsulas (la Upper y la Lower) y cientos de islas casi vírgenes. El espectáculo es impresionante, y cuesta trabajo imaginar como es posible que la mano del hombre haya sido capaz de erigir esta soberbia obra de ingeniería. Avanzamos despacio mientras contemplamos la naturaleza en estado salvaje de la península superior, un área escasamente poblada y donde es posible observar pequeños pueblos dedicados a la pesca y a la industria de la madera. Todos los topónimos de la zona son de origen francés (Manistique, St. Ignace, Fayette…), pues fueron exploradores llegados de Francia en el siglo XVII los primeros en adentrarse en esta región indómita y de belleza excepcional. Una vez más nos sorprende el atardecer a orillas de una laguna de aguas heladas y transparentes como el cristal, y tenemos la sensación de que el cielo arde en mil colores cuando el sol se oculta en el horizonte y da paso a una lánguida oscuridad que se detiene sin decidirse a hacerse noche.

Pero cae la noche y la oscuridad nos deposita en Escanaba, pequeña ciudad cercana a la frontera del estado de Wisconsin de más de 12.000 habitantes y que parece en fiestas patronales, o mejor aún, en plena feria de ganado, pues la pestilencia en forma de bosta de vaca entra por las ventanillas del coche sin avisar y nos golpea las narices más contundentemente que un eficaz puñetazo en la mandíbula. A pesar de los aparentes festejos, nuestro entrañable navegador GPS bautizado con afecto como “Juana” es incapaz de encontrar restaurante alguno que no sea “Wendy´s”, una suerte de hamburguesería local de aspecto sospechoso y olores inciertos que aparenta ser el único apeadero en la recóndita Escanaba. Al contrario de lo que aparenta, “Wendy´s” es un lugar agradable, con un tipo sobre un escenario diminuto tocado con un sombrero de cowboy, patillas de bandolero cordobés y pecho descubierto enjaezado con abundante herrería de oro y armado con una guitarra entonando algo que lejanamente, pero muy lejanamente, suena a country. Pienso que tiene un aire al Burt Reynolds más hortera de su cutre carrera cinematográfica. Los parroquianos lo escuchan con mucho respeto, así que deducimos que debe ser una especie de ídolo local. Nos atiende risueña y encantadora una joven camarera que dice llamarse Gina y que regresa al momento provista de dos hamburguesas de pollo que, por sus dimensiones escandalosas, deben ser para cuatro comensales y no para dos. Junto a nosotros, dos parejas, cada uno de ellos ya no cumplirá jamás los setenta y cinco, nos observan curiosos, risueños y simpáticos. Colijo que hemos venido a caer al teleclub de Escanaba. Los vejestorios de “Wendy´s” no paran de reírse mientras nos miran, hasta que una de las damas, pelo blanco en forma de tupé vertical, gafas de concha color caparazón de tortuga, ni un centímetro de su piel atormentada libre de bisutería y aspecto de chica de oro del lugar, se arma de valor, da el paso y nos pregunta de donde somos. Cuando escucha “Spain” suelta una carcajada, hace algo así como el gesto de desenroscar una bombilla imaginaria en un techo virtual y exclama, entre los vítores de sus acompañantes: “¡Olé!”

***

En el verano de 2008 el autor de estas crónicas viajó durante casi un mes por diferentes lugares de Estados Unidos. Visitó once estados y varias ciudades, y en cada uno de ellos tuvo la sensación de haber estado previamente, sin duda a causa de la potente influencia cultural que ejerce ese país sobre el resto del mundo. Como consecuencia de ese viaje son estas crónicas de anécdotas y situaciones diversas en el país entonces de Obama y hoy propiedad de un individuo de color naranja.

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