DESPUÉS DEL LETARGO

Por Pepe y todos los demás

Concha de Ganzo 0 COMENTARIOS 10/05/2020 - 09:38

Esta serie de artículos han sido en realidad una lista de sueños. Todas esas cosas que quería hacer después de salir de este letargo. Y ahora, que empezamos con esta desescalada, con esta tenue apertura, quiero acordarme de los que no podrán hacer este nuevo tramo, porque el virus se los llevó demasiado pronto.

El confinamiento nos ha servido para conocer mejor a los vecinos: al señor de la camiseta amarilla, que mueve las manos de manera sosegada, y se queda un buen rato mirando al horizonte. A la señora mayor con gafas que minutos antes de las 8, hora peninsular, acerca una silla a la ventana y espera para levantarse y ponerse a aplaudir con bastante energía. Y entre estas personas cercanas que he conocido también estaba Pepe. Un jubilado afable, transportista de Zamora, que al final decidió coger sus ahorros y venirse a Madrid. Quería disfrutar del resto de su vida en un piso cómodo situado en una zona tranquilidad de la capital. El viaje lo hizo con su mujer. Al poco tiempo ella enfermó y se quedó solo. Sus hijos vivían cerca, pero ya se sabe que las distancias, el trabajo, los compromisos y las circunstancias, a veces,  nos llevan a ver menos de lo que se desea a las personas que queremos.

Pepe vivía en mi edificio, en el primero A. Muchas veces coincidíamos en la calle, yo salía corriendo para coger el metro, y el venía de comprar el pan. Le gustaba pararse y hablar, contar algunas de esas pequeñas historias que pasan en un barrio y al final los dos terminábamos por reírnos con sus curiosas anécdotas.

Pepe siempre estaba ahí. Para esos problemas que suceden de vez en cuando y que alguien tan poco preparada para arreglar enchufes, saber dónde están los contadores del agua y averiguar con urgencia el nombre de un fontanero que arregle un estropicio, necesita como el aire. Sin él, mi vida hubiera sido más complicada.

Este vecino se puso malo. Se encerró en su casa, porque se sentía mal, hasta que un sábado por la noche, medio asfixiado, llamó a uno de sus hijos y lo llevó al hospital. No supe más. Pensé que era una gripe mal curada, una neumonía. Pero no, el lunes, a través de un mensaje de wasap me enteré que se había muerto.

Fue duro, extraño. Pepe estaba tan cerca, siempre aparecía por ahí, y de repente, desapareció. Imagino  lo duro que tuvo que ser pasar solo,  encerrado en su piso, esta cruel enfermedad.  Cuando se sintió mal, no quiso abrir a nadie, no quería molestar, y mucho menos contagiar a otros.

Pepe es uno de esos números, forma parte de la lista que cada día se pasa y en la que se cuentan los fallecidos. A veces se me olvida que ya no está, y entonces espero volver a verlo  en la calle. Con esa semisonrisa, cierta timidez y su enorme ternura.

Esta vez, este letargo, va por todos ellos. Los que he conocido y los que no conozco. Aquí en Madrid resulta demasiado fácil que un amigo, un compañero de trabajo te cuente que alguien cercano se ha marchado siempre demasiado pronto. La pesadilla ha sido tan cruel,  tan devastadora,  que aún hoy cuesta asumir que han sido tantos los que no saldrán.  Lo único que podremos hacer es no olvidarnos de ellos. Tal vez, aunque mucho no lo sepan, mi vecino era sobre todo una gran persona. Donde quieras que estés, gracias,  por tu amabilidad, y por ser como eras.  

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