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Vicenta Bravo y la sal de charco: “En el verano era la cosecha que había”

Se dedicó desde niña a la recolección de la sal de la marea, un oficio apenas reconocido

Saúl García 3 COMENTARIOS 27/06/2025 - 07:16

Vicenta Bravo (Las Breñas 1939) no recuerda la primera vez que fue a recoger sal de los charcos, con su madre y con sus abuelos, pero sí la última. De aquella ocasión, hace dos o tres años, aún tiene sal guardada en su casa.

Su familia se dedicaba “a la marea y al campo, a lo que se podía”. “Lo que se le presentaba porque antes no había más”, añade. Ha tenido una vida de trabajo intenso. En el restaurante no se la veía mucho, porque estaba en la cocina, pero el cabrito y los calderos de Casa Emiliano, en Femés, han dado de comer a mucha gente durante décadas.

Ahora lo tiene arrendado pero vive en la parte de atrás, en la misma casa “que tiene más de 300 años” a la que se mudó cuando se casó, hace 66 años, cuando aún no había restaurante. Entre calderos trabajaba todo el día, y gran parte de la noche. Daban comidas y cenas, y a veces hasta desayunos, y la jornada finalizaba a las doce de la noche o a la una, o más tarde aún si había que quedarse a tender los manteles.      

Dice que se puso en la cocina gracias “a lo poco que sabía de hacer de comer”. Para ser poco, hizo mucho. Dejó los fogones con 81 años: “Nosotros aquí no teníamos una gran carta de comida bonita, teníamos una carta con comida como si fuera de la casa, sabrosa y de buena calidad. Hacíamos la comida como si fuera para mi casa... Por ejemplo, las papas, no las arrugábamos en cantidad, hacíamos un cazito por la mañana y otro por la tarde...”, explica Vicenta.

No puede caminar tan bien como antes y está pendiente de que la operen, aunque eso no le impide estar todo el día dando vueltas, e incluso, conducir. Se quedó viuda con 52 años y tuvo 13 hijos pero ha visto como ya han muerto seis, alguno con tan solo unas semanas de vida, el mayor con algo más de veinte años, de un accidente, y otros no hace tanto tiempo. Dos de ellos en el plazo de un mes. “Lo peor que me ha pasado en la vida”, dice.

Los charcos

Vicenta trabajó en la recolección de la sal de charcos, un oficio tradicional que ni siquiera aparece en la mayoría de los listados de oficios tradicionales y menos aún como profesión. Era un trabajo que solían hacer más las mujeres que los hombres.

En su caso, bajaba con su madre y sus abuelos hasta el Rincón del Palo, lo que hoy se llaman Los Charcones, junto al hotel abandonado. A veces iban y volvían en el día y otras veces se quedaban allí una temporada. No solo cogían sal. Cogían burgaos para meterlos en botes y venderlos, mariscaban y pescaban para jarear. 

La sal se comenzaba a coger en abril y la campaña duraba hasta julio o agosto. “En el tiempo del verano, esa era la cosecha que había”. Después de cogerla se vendía casa por casa, en su caso por el sur pero también llegaban hasta Tías o hasta Mácher. O también iba la gente a su casa a comprarla para consumo propio o para hacer el queso.

Dice Vicenta que no se ha bañado nunca en Los Charcones ni en la Playa de Janubio. No sabe nadar y a Papagayo comenzó a ir hace poco, una vez al año, no mucho más, con su hija. La marea era un lugar de trabajo, no de recreo.

Para la sal, primero se componían los charquitos, en “los llanitos de la marea”, con barro y con piedras, para que el agua se aguantara. Después se iban llenando de sal poco a poco, con un raspadorcito. “Cuando la sal cuajaba, la recogíamos y la poníamos en los risquitos en unos montones”. Y después se repetía el mismo proceso, cada 15 días, más o menos, así hasta el final del verano. Había que preocuparse de que los charquitos estuvieran limpios y no había que preocuparse de que nadie se llevara la sal, porque cada quien tenía su lugar.

“Es un trabajo duro. Hoy se lo dice una a los chicos y creen que es mentira”

Ella siempre iba al mismo sitio. A esa misma zona iba su tía María y “una señora que se llamaba Julia, que se casó por segundas nupcias, su marido era Cristóbal y tenía un hermano que le llamaban Juan El Bobo, que era discapacitado”. Y a la misma costa bajaba la señá Virginia, la nuera de Víctor Fernández Gopar, que recogía en Punta Ginés. Por delante de ella iba María Cáceres y por detrás, recuerda Vicenta, iban la señá Petra, de Las Breñas, y su abuela Edelmira, cerca de Montaña Bermeja. “Se respetaba el sitio de cada uno, cuando se hacía el charquito ahí se no se cogía la sal de otro ni nada”.

Cuando había mucha “se ponía en unos serones grandes como de palma”. No se acuerda bien de cuándo fue la última que vendieron, pero fue hace mucho. Cree recordar que se vendía, de último, “a cinco pesetas el medio almud” (algo más de dos litros y medio).

Diferencia

Asegura que hay diferencia con la sal de salinas, como la de Janubio: “Esa es más granada, tiene que tener cuidado usted de ponerle un puñadito. Hay una diferencia grande porque la sal esta es una sal muy limpia y muy suave, que no es ni salá salá, ni salobre salobre”, explica. Se puede echar más sin miedo a que la comida quede muy salada. Esta es la sal que ha utilizado toda la vida en el restaurante.

Aunque fuera para su consumo, ha seguido yendo toda la vida, “pero sin componer los charcos”. No sabe si el oficio quedará en la memoria de la familia. Cree que sus hijos mayores sí que saben, y que uno de su nietos también “que ha ido mirando y sabe”.

Dice que, en las últimas veces que fue, la marea ya estaba muy sucia, pero no de lo que trae la mar, sino de lo que llevamos nosotros. Ahora va mucha gente a bañarse, llevan perros y la gente, o los perros, orina en los charcos. También se encontró en ocasiones “todo revolcado”.

Duro

“Sí, sí, es un trabajo duro”, responde. Sobre todo subirla “al cuello” por esos riscos, eso “era lo peor”. “Hoy se lo dice una a los chicos y creen que es mentira”. “A veces se ponía el tiempo malo y se estropeaba todo”. La mar echaba a perder los charquitos.

La sal se vendía, de último, “a cinco pesetas el medio almud”

Los riscos son peligrosos y la marea también. “No nos dejaban arrimar a la mar, si me bañaba es porque la mar me mojaba”, dice. Recuerda que iba con las nailas, un vestido y “una camisita y ya está porque no teníamos otra cosa”.

Hoy se sorprende con el precio que alcanzan algunos saquitos de sal “a precio de oro”. “La sal, para mí, a lo mejor hay gente que ni la utiliza, pero para mí es un tesoro para la comida”. Y para la vista, parece que también: “Cuando la raspas, con el agüita, y la amontonas, parece que usted mira así para ella y que está moviéndose de tan bonita que es”.

Comentarios

Qué grande eres Vicenta, los conejeros de hoy día le debemos mucho a mujeres trabajadoras y luchadoras como tú!!!!
Merece un monumento, por su dedicación, por su memoria de una isla que ya no existe y que poco a poco va oscureciendo su recuerdo. Gracias por ser aún un faro para el navegante que intenta guiarse entre las tiemblas del olvido.
Buena historia, un placer escuchar a doña Vicenta y otro leer lo escrito. Gracias por contar estas cosas de otro mundo que fue nuestro mundo.

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