Martín Felipe Martín comenzó a trabajar en las Montañas del Fuego cuando era un niño: ha sido camellero, ayudante de cocina, camarero y chófer en la Ruta de los Volcanes

Timanfaya, el volcán hecho carne
Martín Felipe Martín comenzó a trabajar en las Montañas del Fuego cuando era un niño: ha sido camellero, ayudante de cocina, camarero y chófer en la Ruta de los Volcanes
A los seis años, Martín Felipe Martín Ramírez (Las Casitas de Femés, 1960) araba la tierra de buena mañana y subía a Timanfaya con los camellos para pasear a los turistas americanos que venían a pasar el día desde Las Canteras y Puerto de la Cruz.
“Era un bebé”, valora Martín medio siglo después. Hijo de camellero, dejó de lado la escuela porque le hacía falta a su padre para sacar adelante a la familia. Nunca estudió, pero años después la que luego se convertiría en su mujer le enseñó a escribir.
Camellero, freganchín, ayudante de cocina, ayudante de camarero, jefe de sector, camarero en el Restaurante El Diablo y finalmente chófer en la Ruta de los Volcanes. Toda una vida trabajando en el volcán, cocinando su almuerzo -un par de huevos y unas batatas- en las anomalías geotérmicas más importantes del mundo, rodeado de una de las riquezas geológicas más apabullantes del planeta Tierra.
“Lo poquito que uno sabe es porque le enseñaba el vivir con la gente, con el turismo. Porque nunca fui a la escuela. Sé inglés por el taponazo del día a día”, cuenta. Martín era un pibe despierto que se quedaba con todo. Escuchaba los diferentes puntos de la carne -“medium, well done”- y aprendía más o menos rápido. “Mira, te están pidiendo un solomillo bien hecho”, le decía al maître cuando notaba que no se estaba enterando. La respuesta de su superior solía ser una patada por debajo de la mesa. “No consentía que el ayudante le rectificara”.
Cuando trabajaba como camellero, al ser tan chico, era carne de souvenir gráfico para muchos visitantes. Estaba tan familiarizado con las cámaras, que no le daba importancia alguna al hecho de convertirse en recuerdo de un viaje, en memoria de un volcán.
Martín recorrió a pie, cientos de veces, la vereda que entra por el valle de Uga desde Las Casitas dirección Montañas del Fuego. Tardaba unas tres horas en llegar. El paseo turístico con los camellos llegaba hasta lo alto del macizo de Timanfaya, allí se tuchían los animales y los clientes se comían el picnic que el hotel les había preparado para la excursión. Medio pollo, fruta, unas mermeladas... Una hora después, hacían el recorrido de regreso montados en esos animales formidables, que configuraron el campo de Lanzarote trasladando toneladas de arena y que ayudaron a construir las vías del ferrocarril de Australia en la otra punta del planeta.
En los años 60 y 70 del siglo pasado, Lanzarote era un destino turístico exótico para viajeros norteamericanos, franceses y peninsulares que venían a pasar el día desde Gran Canaria y Tenerife. Unas guagüitas “viejas y chicas” de las compañías Insular, Sirasa y Solimar daban a luz como mucho a 25 turistas que llevaban sus maletas en el techo del vehículo. “Era un turismo con mucho dinero, porque para coger un avión en aquellos tiempos, imagínate...”, recuerda Martín. La desigualdad saltaba a la vista: “Aquí no había ni una naranja y nosotros ahí, con las zapatillas de pulpo... Como sabían que había hambre, nos regalaban lo que no se comían. A lo mejor te daban veinte duros y yo decía para qué quiero yo veinte duros si no hay tiendas para gastarlos”.
“Mi padre me enseñó a no ponerme por el lateral del camello”
Las primeras chozas se convirtieron en Refugio de Tinecheide, un recoleto merendero diseñado por Jesús Soto, y luego en el Restaurante El Diablo de César Manrique. Sólo quedan unos pocos restos de cal de cuando se tiró, recuerda Martín, que conoce el sitio como la palma de su mano.
En los años 60, Santiago Eugenio asaba papas, sancochos, cabrito y pescado en el hornito de abajo del Islote de Hilario, vendiendo aquellas delicias fraguadas con el calor de la tierra a la gente que se las encargaba para el almuerzo y podía permitirse pasar el día descansando en el volcán. Cuando entró a trabajar de guarda Guillermo Medina, prosigue Martín, Santiago montaba en su Renault 4 -el popular cuatro latas- y la mercancía la mandaba con una camella que hacía el camino desde Yaiza hasta el Islote de Hilario sola, en piloto automático.
En los años 80 y durante un periodo de tiempo, se permitió el acceso a Timanfaya en coche y moto. “Se organizaban unas caravanas de hasta cincuenta vehículos, que paraban para hacer fotos y se les calentaba el coche a media cuesta”, recuerda Martín. Eso generaba situaciones de peligro y un reguero de residuos por el camino. El Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza (ICONA), responsable de la gestión del parque entonces, dijo basta y estableció que el único modo de acceder al parque nacional sería en guagua. Las dos primeras que recorrieron la Ruta de los Volcanes diseñada por Jesús Soto eran dos Avia. Luego vinieron las Pegaso.
Carretera serpenteante entre los volcanes. Autores: Néstor Rodan y Justo Gómez.
“No tocar”
Las primeras guaguas se averiaban con cierta frecuencia y los visitantes tenían que bajarse. “Por favor, no se puede tocar nada, no cojan nada”, repetían una y otra vez los chóferes. “Buf... Casi no los metíamos a camino, ¡peor que cuando llevas un ganado de cabras!”, resopla Martín. A Instagram le quedaban muchos años por existir, pero algunos turistas ya confundían aventura con agresión al medio natural.
Cuando era camellero, Timanfaya aún no se había declarado parque nacional y “la casa de día” de Martín estaba donde hoy se encuentra el Laboratorio Geodinámico de Lanzarote. Allí conoció al vulcanólogo Vicente Araña “que sólo era un pibito”. Más tarde dio de comer muchas veces a César Manrique y trató a Jesús Soto, “uno de los que más hizo por Timanfaya, lo que pasa es que no lo han reconocido”.
Hombre multidisciplinar y autodidacta, el maestro Soto recorrió las lavas de Timanfaya durante muchas horas, llegando a pernoctar allá, empatizando con el ecosistema, hasta conseguir trazar una de las vías escénicas más espectaculares del mundo, la Ruta de los Volcanes, con un criterio por bandera: mínimo impacto en el ecosistema.
“Soto fue uno de los que más hizo por Timanfaya; no se le ha reconocido”
La memoria de Martín conserva intacto el aroma de las higueras que crecían junto a la pared donde hoy aparcan las guaguas en el Islote de Hilario, superando el límite que permite el Plan Rector de Uso y Gestión del Parque Nacional. Justamente debajo del Restaurante El Diablo había una higuera “que siempre reventaba”. Bajo su aromática fronda se sentaban a comer las familias de Lanzarote que, “antes del turismo”, iban a asar sus cabritos y se metían en los socos de la higuera. Hoy, el Parque Nacional de Timanfaya estudia las variedades de higuera existentes y trabaja para recuperar los frutales.
La memoria de Martín salta de una cosa a otra, obviando la lógica cronológica que se espera de un relato. Viajamos ahora a 1968. Un día de aquel año, el hermano mayor de Martín -camellero como él en Timanfaya- sufrió un grave accidente con sólo ocho años. Un animal se espantó, salió corriendo, dio vuelta a la silla donde iba subido el chinijo y lo arrastró por la carretera varios metros. “Le hizo la espalda como si fuera un volcán”, recuerda Martín.
Familia y vecinos de Yaiza sacaron a San Marcial en promesa porque el chiquillo no se mató. “La última vez que más animales hubo en Femes fue ese día, estaba todo el pueblo”. Aquel chinijo que salvó la vida acaba de cumplir 66 años. Martín tenía siete años cuando fue testigo del accidente. No cogió miedo al animal, porque ya le tenía respeto. “Lo primero que me enseñó mi padre es a no ponerme nunca por el lateral, porque cuando tira el camello hace esto” y gesticula para ilustrar cómo el animal lanza la pata hacia un lado, en vez de para atrás como hacen los caballos.
De pasar el día bajo el sol, a servir mesas y luego a conducir a los visitantes por el parque nacional. Para Martín fue una buena progresión. “Ser chófer es más tranquilito porque para dar de comer hay que dar muchas vueltas a una mesa”, advierte. Cuando era camellero, reservaban “la camellita más buena” para hacer el viaje con personas que tenían problemas de movilidad. Cuando trabajó como conductor pasó muchos años cogiendo en brazos a las personas con movilidad reducida para subirlas al vehículo, hasta que por fin llegaron las guaguas adaptadas.
“En los años 80 había caravanas de hasta cincuenta vehículos en el Parque”
Todo cambia. Las infraestructuras, la vestimenta, la población, el número de visitantes y coches... Pero hay algo que permanece. “Hay políticas que son muy dañinas para el parque nacional”, lamenta Martín sin entrar en más detalles. Sólo apunta una cosa: durante la pandemia, “parados como estábamos”, decidió hacer algo con la cantidad de basura que veía por el entorno de El Golfo, zona a la que suele ir a pescar. Se armó de paciencia, agarró un fincho y regresó con dos bolsas grandes llenas de latas, bolsas, papeles y tetrabricks. “Algo había que hacer”.
Junto a albañiles, ebanistas, agricultores, cocineros, pescadores, limpiadores, chóferes, jardineros, cuidadoras de iglesias, guías, camareros, guardas, científicos, vecinas y vecinos de Yaiza y Tinajo, Martín es una de esas personas que encarnan Timanfaya. El volcán hecho carne y hueso.
En 1970, el fotógrafo tinerfeño Jaime Caballero, que estaba creando un álbum de diapositivas titulado ‘La isla de los mil volcanes’ dirigió su objetivo hacia Martín, hizo clic y lo retrató.
El chinijo fue capturado con el sombrerero revoleado, sujetando la jáquima de su camello. No se acuerda de la foto. Fue una más de entre las cientos que le hacían.
Cincuenta años después, el Parque Nacional de Timanfaya propuso a la Escuela de Arte Pancho Lasso hacer recreaciones de fotografías antiguas para tener perspectiva histórica: ver el antes y el después.
“Para un fotógrafo tiene una magia muy especial ubicarte en el preciso lugar donde alguien, hace cincuenta años, se colocó para tomar una instantánea”, explicó Javier Alonso, fotógrafo y profesor del ciclo de Fotografía del centro de artes lanzaroteño durante la inauguración de ‘Memoria de Timanfaya’, una exposición que acoge el Centro de Visitantes e Interpretación de Mancha Blanca y en la que podemos apreciar cómo se ha transformado la Isla mientras la naturaleza del volcán se ha mantenido intacta, gracias a la labor de conservación del parque nacional.
De todos los retratos que realizó el alumnado, se eligió el de Deyanira Lezcano. La de Martín fue una fotografía especialmente “emotiva”, explicó Alonso. Mientras se hacía, el protagonista “compartía su bagaje, saludaba a los camelleros”, hacía memoria.
Esta encarnación del paisaje, esta vinculación de Timanfaya con la gente de la isla, es una de las cosas que el parque nacional quiere recuperar durante la celebración de su cincuenta aniversario (1974-2024) que comenzó en septiembre del año pasado y culminará el próximo mes de agosto. La divulgación, la educación ambiental, el pensamiento crítico y la recuperación de lazos con la ciudadanía son los objetivos de esta celebración.
Hace unos años, la vecindad de Tinajo solía ir a tomarse un cortado al Restaurante El Diablo. Este acto cotidiano, que se hacía con sencillez y naturalidad, está hoy vedado por las largas colas de acceso al parque nacional, que generan muchos daños colaterales: agresión al medio natural porque algunos visitantes se apean del vehículo, cansados de esperar; malas experiencias turísticas, colapso de la carretera, etc. La dirección del parque nacional lleva años pidiendo una central de reservas online para visitar el centro turístico Montañas del Fuego y unas lanzaderas desde Tinajo que permitan una visita mejor y más sostenible.
Comentarios
1 Javi Jue, 19/06/2025 - 10:21
2 Bruno Jue, 19/06/2025 - 21:28
3 apunte Vie, 20/06/2025 - 08:03
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