Érase una vez Luis Morales

Suele ser extraño, contiguo a lo extravagante, que alguien no quiera salir en fotografías o adjudicarse méritos. Pero a veces ocurre: existen profesionales que construyen islas en vez de reputaciones. El capataz de obra Luis Morales (Arrecife, 1932) es uno de ellos. El cineasta tinerfeño Miguel G. Morales lo ha contado en un documental producido por la Fundación César Manrique.
Su primer trabajo fue el adoquinado de la calle Ginés de Castro. “Yo llevaba los adoquines, el trabajo más ingrato”, explica Luis con la sonrisa por delante, en un Taro de Tahiche con todos los asientos ocupados. Tenía catorce años cuando empezó en la faena de la construcción. “A esa edad nos echaban fuera de la escuela porque no había maestros”.
Aprendió los fundamentos de albañilería de su padre, el maestro Manuel, encargado de mantenimiento y de las obras municipales en el Arrecife de los años cincuenta. La recoleta plaza de Las Palmas fue la primera obra pública que diseño César Manrique para Arrecife y la primera en la que participó Luis Morales, encargándose de construir las señeras bolas blancas. Desde entonces, no dejó de trabajar con César. “Una vida entera dedicada a él”, explicó José Juan Ramírez, presidente de la FCM. Hasta el final. Porque Luis participó también en la construcción de la tumba del artista lanzaroteño.
Después de varios años como empleado del Consistorio capitalino, en 1960 Luis Morales fue nombrado capataz general de vías y obras del Cabildo. Ahí empezó su participación en el diseño de una infraestructura inédita: los Centros de Arte, Cultura y Turismo (CACTS). Fue entonces cuando empezó a comprender esa “máquina de ideas” que era Manrique. A cargo de Morales se pusieron grupos de hasta trescientos operarios, para los que tuvo un sonoro agradecimiento: “Aquellos obreros que trabajaron conmigo y que nunca me dejaron en mal lugar”.
A César le asombraba la naturaleza. La vida le parecía un espectáculo. Así queda retratado en un documental que representa una conversación ficticia entre Luis y Manrique. Porque Luis Morales fue testigo y partícipe de un proceso que cambiaría para siempre la configuración y la economía de Lanzarote. Junto a Pepín Ramírez, Antonio Álvarez, Jesús Soto y César Manrique, formó parte de un equipo que apostó por el binomio arte-naturaleza. Aún se acuerda Luis del día que César dijo en medio de un jameo: “Aquí se puede hacer la sala de fiesta más bonita del mundo”. Las carcajadas no fueron pocas, pero la posibilidad se convirtió en la realidad de Jameos el Agua. Luis también asistió al diseño del proyecto para el restaurante El Diablo, en Timanfaya. Tenía que ser como si “dos naves espaciales aterrizasen aquí”. Así fue.
En los primeros y precisos planos del cortometraje, la naturaleza insular sale retratada en sus heridas más profundas. No es casualidad que el documental (Maestro de obra. Luis Morales: las otras manos de Manrique) empiece con Luis paseando su estupor por el Atlante del Sol, un esqueleto de cemento que nunca terminó de ser hotel y que hoy sigue en pie, mirando hacia el Oeste con varios pisos de ojos vanos. “Aprendí a ver lo que no podía ver y hoy sí, hoy sí lo veo”, dice. La “velocidad” constructiva, la superficie cada vez menos virgen, la dichosa manía “de no pensar”.
Luis fue las manos de César y de César dicen que “aprovechaba cualquier hierro”, que le gustaba pasar tiempo entre máquinas y cizalla. “Todos sabemos que él trabajaba con chatarra, que la mayoría de sus obras las hacía con material del vertedero y de los barcos hundidos”, relatan los que se emplearon a sus órdenes, y que aún recuerdan la cercanía de Manrique, su pasión y sus gorritos “fachentos”.
En aquellos años, se llegaron a construir hasta cien metros diarios de carretera. Se quiso erradicar lo feo, lo abandonado, y subrayar la belleza plástica de la isla. Los que las construyeron sabían que las carreteras que atravesaban un volcán debían ser como “alfombras”. Por eso limpiaban sus bordes, suavizándolos y subordinándolos a la lava. César “sabía explicar las cosas y hasta el más tonto del grupo las entendía”.
Luis y su equipo utilizaron guelderas para extraer todas las piedras que había en el fondo del Jameo del Agua. También tuvieron que construir el mismísimo horno del Diablo, en la boca de un cráter, para que se pudieran cocinar parrilladas de sardinas y cochino en condiciones. Tan caliente estaba el terreno que prendía fuego a las botas de los operarios.
El documental -dirigido por Miguel G. Morales (La Orotava, 1978), con Jorge Rojas como responsable de fotografía y montaje, y Fabián Yánez en el sonido- se ha rodado con material de los archivos de la FCM, Memoria Digital de Lanzarote, la Filmoteca Canaria y el archivo personal de Mathias Allary. Para el cineasta, Luis Morales es “el hombre que siempre estuvo ahí”, un director de orquesta que tenía que estar a todo, alguien con experiencia suficiente como para formular moralejas: “Yo creo que la naturaleza hizo esta isla y que hizo también a un señor para ayudar a cuidarla”.
Comentarios
1 Anónimo Jue, 11/12/2014 - 17:53
2 Sanchesky Jue, 11/12/2014 - 20:53
3 Vida Vie, 12/12/2014 - 08:53
4 Gracias Vie, 12/12/2014 - 09:38
5 Yolanda Vie, 12/12/2014 - 12:05
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