Aleddín Delacroix

Pros y contras de los fuegos artificiales

Recuerdo que, hace una docena de veranos, un par de días después de las fiestas, paseando frente al Gran Hotel, me asaltó una reportera a pie de calle (de cuya cadena no quiero acordarme) con una pregunta a bocajarro: "¿Qué es lo que más y lo que menos te gusta de Arrecife?" Como no sabía qué responder (solo era el segundo agosto, y no consecutivo, que pasaba en Lanzarote), medio en broma, le dije: "Los fuegos artificiales". Se quedó con cara de pasmo, en plan "esto no me lo esperaba, acabas de aguarme la encuesta". No le di mayor importancia y, aprovechando el absurdo interregno, salí disparado antes de que me acribillase a preguntas. A lo largo de aquella semana, cuando se emitió lo que habían grabado, un compañero de trabajo (el único argentino del almacén de Ikea que me caía bien) me comentó, burletero, que me había visto por la tele soltando esa chorrada. No exagero cuando digo que pasamos un buen rato descojonándonos del asunto. A mí me sorprendía que hubiesen incluido mi respuesta, porque todo el mundo había contestado cosas serias y yo, que soy bastante bocazas, me había ido por la tangente con aquella estupidez. Hasta aquí, la anécdota.

Anoche, doce años después, ya viviendo en Arrecife, sin necesidad de que nadie me interrogue al respecto y aún a riesgo de sonar como un imbécil de nuevo, me reafirmo en lo que dije. Eso sí, con algunos matices. Tras presenciar el espectáculo pirotécnico desplegado ayer, no puedo sino ensalzar a sus artífices. He buscado incluso el nombre de la empresa que se ocupa de ello, Isla del Fuego, y las dificultades técnicas que han tenido que resolver debido a la reciente prohibición de prender la mecha en el océano. Que tampoco es exactamente así, que los fuegos acuáticos (valga el oxímoron) se encienden en tierra y solamente estallan al tocar la superficie del mar. Sea como fuere, la precaución nunca está de más, debido al daño medioambiental que podría causar al ecosistema marino (y al riesgo de que algo se queme en tierra, y si no que se lo digan a Händel, cuando, al estrenar su "Música para los reales fuegos artificiales" el 27 de abril de 1749, ardió un edificio en el Green Park londinense, casi con los intérpretes dentro) y ya hemos tenido, sobre todo en Gran Canaria, suficiente infierno este verano como para satisfacer las ansias pirómanas del mismísimo Satanás.

Pero, hablando estrictamente de los fuegos artificiales de las fiestas de San Ginés, solo puedo decir que los de esta edición han sido magníficos. Arcoíris de neón, palmeras eléctricas, trigonometría aplicada en el cielo, espirales y estrellas, dobles elipses, sauces sollozando chiribitas de fuego... Una maravilla epiléptica, sincronizada como una orquesta, como el lanzamiento de mil misiles que detonasen en nuestras retinas. Átomos descomponiéndose en pura fantasía. Un caleidoscopio colectivo para la vista. La única pega es el ruido inevitable, pero excesivo, que espanta y enloquece a los animales. Lo que más me impactó, mucho más, incluso, que la propia función, fue la bandada de aves volando desorientadas por encima del Cabildo tras el estallido de la traca final. Daba verdadera lástima ver cómo, por más que lo intentaban, no conseguían enderezar el rumbo, trazando rutas erráticas mientras el humo y el olor a pólvora se disipaban. Todos sabemos el terror ancestral que infunden los voladores en nuestras mascotas, pero para los pájaros debe ser el apocalipsis. No imagino cómo deben sentirse, quizá a quienes hayan sufrido un bombardeo de guerra les invada una parálisis similar. Estoy seguro de que, por más décadas que transcurran, jamás podré olvidar a los centenares de garzas posadas en las copas de los árboles, como adornos de Navidad, chillando aterrorizadas. Así que, si alguien vuelve a preguntarme qué es lo que más y lo que menos me gusta de Arrecife, por contradictorio que parezca, responderé sin vacilar: "Los fuegos artificiales".

Comentarios

Me encantan como hacen PUM! y después PRAAH-PRAAH. Heh heh.

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