
Mi sabio preferido

Solía llamarlo cada vez que tenía una duda sobre Lanzarote, sobre esas historias de antes...Y él siempre estaba ahí, aportando nuevos relatos, tramas tan originales que se han quedado en mi memoria y que jamás van a desaparecer.
Don Antonio Lorenzo era mi sabio preferido. Nuestras charlas eran amenas, divertidas, con mi asombro y sus sonrisas. Ahora que ya no está, que ya no podré llamarlo para hablar, quiero recordar algunos de esos cuentos, que no eran cuentos. Lo maravilloso es que eso, lo que él contaba, lo que escribió, sucedió de verdad.
El escritor García Márquez decía que en sus novelas no necesitaba inventarse nada, todo ese realismo mágico ocurrió en la casa de su abuela y lo largo del cauce angosto y asfixiado del río Magdalena. Y a don Antonio le pasó lo mismo, él solo se encargó de recoger las anécdotas y los sucesos que pasaron en lugares tan mágicos como la calle La Porra, las Cuatro Esquinas, El Charco, la calle Real y por supuesto en San Bartolomé.
Me acuerdo sobre todo del primer turista que apareció por las calles de Arrecife, con unos pantalones hasta la rodilla, y una cámara de fotos, con la que apuntaba a diestro y siniestro, entonces los raros, los excéntricos, éramos nosotros. Me imaginé a este primer turista accidental como un señor de grandes bigotes vestido con el traje típico del Tirol. En esta secuencia extraña solo faltaba que lo acompañara una fanfarria de tipos robustos bebiendo cerveza y dando saltitos por toda la calle hasta desembocar en el Puente de las Bolas. Y a esta estampa se sumaba la realidad, aquel grupo variopinto de chinijos, entre los que se encontraba el pequeño Antonio Lorenzo, y que se dedicaron a seguir a aquel curioso y estrafalario personaje por todas las calles y escondrijos de aquella achatada capital.
Sus historias menudas eran inagotables. Las últimas que me recordó fue hace unos meses. Necesitaba que me ilustrara la época en la que comenzaron a circular las primeras guaguas, o aquellas camionetas que tardaban casi un día en llegar hasta Playa Blanca desde Arrecife. Don Antonio me contó que un primo suyo probó una de estas interminables excursiones. La camioneta salía de Arrecife a mediodía, cargada con viajeros, con sacos de papas, con gallinas, con los baifos, que habían comprado en el mercado, y con las que trataban de llegar hasta sus casas en el sur. En medio de aquel peregrinaje, el chófer se bajaba en mitad del periplo se metía en una tienda, de aquellas de aceite, vinagre y moscas, y se ponía a jugar a las cartas, y a tomarse un vasito de vino y tal vez un pejín, o dos, mientras en la camioneta, los viajeros permanecían quietos, dormitando, y sosteniendo como podían a aquellas gallinas maltrechas, también cansadas con tanta espera.
Don Antonio, gracias por su paciencia y por sus enormes historias. Fue un placer conocerlo y poder charlar sobre ese mundo tan mágico que siempre ha navegado por Lanzarote y sus islotes.
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