José Luis Asencio

Me quedé dormida

Entre ellos, podría haber al menos un niño, porque una de las supervivientes se lamentaba en el muelle de que se había dormido la última noche y de que su hijo, que iba con ella, no estaba ya a bordo cuando despertó, antes de que se produjera el rescate.

 

Qué se piensa durante tres días, o seis o doce, con sus tres noches, o seis o una eternidad, sentadas sobre sí mismas, en esa travesía a bordo de una insignificante y mínima barquilla en medio del océano, en la oscuridad inmensa y absoluta, sin ver nada más que agua a la que lamerle la sal; monotonía de rostros asustados aferrados al hilo de aíre que les penetra mientras respiran.

Qué se siente bajo un sol que pesa y el pánico contenido apenas por una hebra en la misma extensión del mismo océano. Abrazada al sorbo salino que mantiene la mirada y la esperanza: poderosísima voluntad de vivir de los desesperados.

Querer vivir y querer que la vida sea eso: una vida, sencilla, seguramente, pero satisfecha, probablemente (con poca cosa tengo, con lo justo).

“Si la vida es una palabra, el querer vivir es un grito”i

Qué se queda atrás; qué anida en la negritud de unos ojos desorientados. Qué materia carnal empuja ingenua a la travesía. Las manos son nuestro punto de contacto con el universo; las manos dispuestas y tensas son el pasaporte sobre el que sostenerse, sobre el que amamantar el futuro.

Me quedé dormida.

No, no se viene a ser mano de obra por más que haya quienes lo justifiquen así y así lo pregonenii; se viene a reclamar el trozo de vida que te pertenece y que ha sido expoliada, vida expoliada a millones de rostros.

Mientras tanto.

Alguien llegará, habrás pensado, prefiero que seas tú, con apenas unos años, quien sobreviva al sueño y la vigilia. Somos cuerpos cansados por la gravedad de las cosas, envejecer es acumular cansancio y un cierto hartazgo. Sólo nos hace leves esa potente expresión del coraje que es querer vivir.

Lo demás es rutina, inercia y repetición sobre la firmeza de la tierra; hay que asomarse al abismo para medir en carne viva la luz y la saliii. Y dimensionarnos con tino, y reconocernos en nuestra frágil condición.

Me quedé dormida.

Una delgadísima línea, un segundo apenas, separa la vida de la muerte. Dormirse breve hasta el fondo y cuando despiertas ya no está tu hijo. Se murió como los peces se mueren con el aíre. Y tú ahí, seguramente, prefiriendo no haber despertado.

Ahora, no queda otra que seguir.

Epílogo.

Vendría bien, por cierto, que tomaran nota los y las coach de cualquier tipo y nivel con eso de la zona de confort, la resiliencia y otros conceptos de narcotizante y popular consumo, que llamen para sus sesiones, y escuchen, a quienes de verdad saben de esto.

 

 

i López Petit, S. 2014. Hijos de la noche. Ed. Bellaterra Barcelona. Pág. 42.

 

ii Cínica autocomplacencia que aumenta su descaro cuando se aproximan elecciones. Mano de obra ya eran los esclavos y las esclavas.

 

iii Sólo la sal nos remedia, decía alguien que no recuerdo, la sal del sudor, la sal de las lágrimas y la mar, ¡la sal de la mar!

 

 

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