Antonio Lorenzo

La fiebre del oro

Los planes sobre el aprovechamiento de los recursos naturales de Lanzarote, unos utópicos, otros ilusionantes y alguno realizable, se han ido sucediendo a lo largo de su historia. Los campesinos de la Isla con la asadera de barro, portadora del cabrito y las papas camino de las arenas ardientes de Timanfaya; en el San Bartolomé de mi niñez, don José María Gil, don Víctor el Cura, don César Cabrera o don Luis Ramírez, con los pequeños molinos en la azotea bailando al compás de la brisa, para cargar la batería de coche que alimentara la primitiva radio, alrededor de la que, a las nueve de la noche, se reunían los vecinos para escuchar, entre ruidos e interferencias, la voz sonora de un popular actor, el “parte de guerra” de los momentos bélicos, y don Casto Martínez con sus folletos sobre El Golfo o Timanfaya con el fin de atraer al turismo, fueron precursores de lo que fueron proyectos de planes de aprovechamiento de las energías geotérmicas o eólicas o desarrollo turístico, posteriores.

En el desaparecido Cine Díaz Pérez, un capitán de la Guardia Civil, diserta sobre un plan que llevaba su nombre, “Chamorro”, en el que se mezclan temperaturas de las arenas, velocidad de las brisas y, aunque parezca paradójico, hasta el aprovechamiento de las salinas para mejorar nuestras carreteras. En el amplio folleto ilustrativo recuerdo la fotografía de un molino para producción de energía eléctrica, allá en las llanuras rusas, elaborado empleando como hélices alas de aviones. Creo que lo único que se llevó a la práctica, pero de forma efímera, fue la del dúo salinas-carreteras. Se trataba de cubrir nuestras pedregosas carreteras, privadas de “piche”, con el barro salitroso sacado de los cocederos de sal. Mientras se extendía y secado al sol, era una superficie compacta, canelosa y reluciente; pero cuando caían “cuatro gotas”, se convertía en un amasijo de barro que, pegado a las ruedas y fondo de los vehículos, dificultaba su circulación y los convertía en una capa de óxido destructiva. Pronto hubo de prescindir de esa novedosa técnica. Las otras, ya en el horizonte de la técnica, supongo que por falta de financiación, nunca se realizaron.

Y llega otro plan de manos de un señor, cuyo negro pelo contradecía a su apellido. Con gran estruendo, una tarde en el patio de la antigua Sociedad Democracia, disfrazada por razones políticas de Círculo Mercantil, en la Calle Real, el recién llegado, presentado por un intelectual lanzaroteño que, emulando al clásico griego, lo califica de “Don Francisco, el de la sonrisa innumerable”, convierte a las mentes que lo escuchábamos en la de futuros millonarios. Profetizaba un futuro lanzaroteño, de un sueño inconcebible. Había descubierto y comprobado que las lavas que, arrojadas por los volcanes cubren gran parte de la superficie de la Isla, contenían tal tanto por ciento de oro, que la convertía en inmensamente rica. Hasta expresó que ese material lávico empleado en la construcción de muelles y edificaciones había que recuperarlo y sustituirlo por otro que no tuviera la nobleza áurica que se estaba desperdiciando. Aquella famosa “fiebre del oro” del Oeste norteamericano, junto a la que esperaba a nuestra Isla, sería un juego de niños. Nos imaginábamos a toda la población machacando piedras y sacando pepitas del rico metal amarillo.

Y eso es lo que quiso demostrar en la sede de su organización. Reunió a un buen grupo para hacer una comprobación de sus aseveraciones. Ante ellos, rodeado de matraces y hornillos, en lo que solo faltó el búho de los alquimistas medievales, introdujo en el correspondiente recipiente aquella lava machacada y que, debidamente fundida, al final dejó una pequeña muestra brillante. La parte anecdótica del acto estuvo cuando Pancho, hombre de humor donde los hubiera, tocó en el hombro a uno de los curiosos, hombre de gran prestigio y galardonado por su labor con la medalla de oro de una determinada institución, y le dijo al oído: “No se acerque mucho, que se le va a derretir la medallita”; y el truco, suponemos que las limaduras de un anillo del preciado metal o unos trozos de ese pan de oro empleado como material decorativo, mezclado con el polvo volcánico y sometidos a altas temperaturas, dejaría una microscópica, amarilla y brillante pepita. ¡Eureka! El milagro se había producido.

Y con el milagro la ilusión de algunos que se prestaron a “colaborar” con el promotor que, como dijo su presentador, su sonrisa superó la de aquel mar del clasicismo griego. La que no duró mucho fue la de aquellos colaboradores, que pronto se transformó en un amargo rictus.

La imaginación del promotor transformó aquellas propiedades de nuestras arenas volcánicas conocidas de todos nuestros campesinos, de recolectoras de la humedad nocturna para compensar la aridez de los campos, en la existencia de una especie de radiaciones que hacía que las plantas tuvieran un rápido desarrollo. La exportación de toneladas de aquellas “materias radioactivas” hizo que nuestras arenas volcánicas cubrieran muchas superficies de jardines madrileños.

* Cronista oficial de Arrecife

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