Anas, Zein, Bouba, Iahia y Fatma son algunos de los niños saharauis que este año han venido a la Isla gracias a ‘Vacaciones en paz’. Sus familias de acogida describen esta “experiencia única”

Veranos que cambian vidas
Anas, Zein, Bouba, Iahia y Fatma son algunos de los niños saharauis que este año han venido a la Isla gracias a ‘Vacaciones en paz’. Sus familias de acogida describen esta “experiencia única”
Desde hace unos años, Ana y Joan siempre están “deseando que llegue el verano”. “Nos cambia la rutina completamente”, confiesan. El “culpable” es Anas, un niño saharaui que vive en los campamentos de refugiados de Tinduf, pero que desde 2022 pasa los meses de julio y agosto con ellos, gracias al programa “Vacaciones en paz”. “Es una experiencia que no se puede explicar, hay que vivirla”, defienden.
Marta y Juan coinciden en la misma idea: “El programa está enfocado para que nosotros les aportemos cosas a ellos, pero ellos a nosotros nos aportan mucho más”. De hecho, las ocho familias de acogida que hay este verano en la Isla son “repetidoras”, algunas desde hace casi una década. Y todas coinciden en el aprendizaje que supone para ellos mismos. A través de la mirada de los niños, especialmente la primera vez que vienen a la Isla, redescubren su propio mundo.
Anas, en su primer verano en Lanzarote, se quedó fascinado con la rampa mecánica de Mercadona. Tenía ocho años y era “una aventura” para él. “Subía y bajaba una y otra vez. Luego descubrió el carrito y volvía a subir y bajar con el carrito... El problema fue para sacarlo de ahí”, recuerdan Ana y Joan con una sonrisa. “Una más, una más”, pedía, porque fue de las primeras cosas que aprendió a decir en español.
Ver la playa y el mar por primera vez, abrir un grifo y que salga agua o ir a un supermercado y llenar el carrito de la compra, se convierte en un acontecimiento. Para ellos, es una “experiencia única” visitar una tienda y ver toda esa variedad de productos, que además “no se acaban”.
“Ese concepto nosotros lo hemos perdido. Te cuentan unas cosas, que te hacen ver todo lo que tenemos y a lo que no le damos valor. Tenemos mucha suerte y no lo vemos”, apunta otro de los padres de acogida. Cada uno tiene un perfil distinto -parejas con hijos, matrimonios sin hijos o mujeres con hijos ya independizados-, pero forman a su vez “una gran familia”. Durante el verano comparten actividades para que los niños también disfruten juntos; y se apoyan ante cualquier necesidad que pueda surgir. Y todos recomiendan vivir esta experiencia, “por la cantidad de chinijos que hay en los campamentos que no pueden tener esta oportunidad”, y también por lo que esos niños y niñas aportan a las familias que los acogen.
De Mahmoud a Zein
Inma y su pareja son los más veteranos en el programa. Tenían contacto con el pueblo saharaui y conocían desde hace tiempo el programa “Vacaciones en paz”, cuando hace ocho años decidieron sumarse. Así llegó a sus vidas Mahmoud, en el verano de 2017. “Fue maravilloso. Nos juntamos primerizos nosotros y primerizo él, porque no tenemos hijos, y fue todo nuevo, todo muy divertido”, evoca él. Se le ilumina la cara al recordar cómo aquel niño fue aprendiendo el idioma, cómo aprendió a nadar o cómo aprendió a montar en bicicleta. “Son como esponjas”, afirma con admiración.
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“Nosotros tenemos que aportarles cosas, pero ellos nos aportan más”
Para que “Vacaciones en paz” llegue a más niños, los que participan solo pueden venir a España durante cuatro veranos consecutivos, hasta que cumplen los 12; pero la pandemia interrumpió las visitas de Mahmoud. Después, cuando se levantaron las restricciones para viajar, ya estaba fuera de la edad que contempla el programa. Inma y Juan decidieron entonces a empezar a acoger a su hermano pequeño, Zein, que es quien este verano ha regresado a la Isla por cuarto año consecutivo.
“Ahora ya no tienes esa misma mirada de la primera vez, pero lo bueno es que tienes la experiencia. Tienes más herramientas para afrontar un montón de cosas y no repites los mismos errores de los primerizos”, explica Juan.
El entusiasmo de Anas
Joan y Ana también viven solos -él tiene dos hijas ya emancipadas y tres nietas- , y entraron en el programa hace siete años, después de conocerlo a través de las redes sociales: “Estábamos buscando hacer algo de voluntariado o una acogida, y nos salió el anuncio”. Llamaron, fueron a una reunión y les cambió la vida. El primer niño al que acogieron fue Abdalá. “Quedamos contentísimos y quisimos repetir al año siguiente, pero nos pilló también la pandemia”, explican con nostalgia.
A Abdalá, como a Mahmoud, la edad le impidió después regresar, y Joan y Ana tuvieron que empezar el proceso con otro niño. El mismo que hace cuatro años se divertía en la rampa mecánica de Mercadona. El que hoy tiene clarísima su respuesta cuando se le pregunta qué le gusta de Lanzarote: “Aquí me gusta todo”.
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“Abrir el grifo o subir una escalera mecánica es una aventura para ellos”
Para Anas es ya el cuarto año, igual que para Zein, y por tanto el último. Sus familias de acogida saben que la despedida en septiembre será esta vez mucho más dura, pero por ahora prefieren vivir en el presente y disfrutar de este verano, con la esperanza de que mantendrán el contacto y de que buscarán una vía para reencontrase.
De momento, Ana y Joan ya piensan en traer el próximo verano al hermano pequeño de Anas, que ahora tiene siete años. “Lo hemos visto y él siempre nos dice que tiene ganas de venir a España”. Les conquistaron sus frases -“Yo a España contigo”, “yo España con Joan y Ana”-, pero también la idea de mantener el vínculo con la misma familia y de poder hacer un seguimiento de Anas. Y es que la comunicación es constante mientras los niños están en España -con videollamadas frecuentes y enviando fotos a diario a las familias “para darles tranquilidad”-, y lo mismo ocurre a la inversa, cuando los niños regresan a los campamentos.
Los tres veranos de Iahia
Nadine también conoció el programa a través de las redes sociales: “Quedé con la coordinadora, escuché de que iba el programa, me gustó, lo hablé con mi marido, le pareció bien y nos metimos en la aventura”. De eso hace ya tres años y cree que lo mejor de estos veranos compartidos con Iahia ha sido “el aprendizaje”, tanto para el niño como para ellos y para su entorno.
“Son niños que tienen muchas carencias, pero se adaptan rapidísimo a vivir aquí. Es como uno más en la familia. Son culturas diferentes, pero aquí hacen todo lo que hacemos nosotros sin problema. No nos ponen pegas y son niños que a la mínima te lo agradecen”, destaca.
“Aquí me gusta todo”, afirma Anas, que lleva cuatro veranos viniendo a la Isla
El 28 de julio, Iahia cumplió 11 años y le hicieron una fiesta en la playa con todos los niños y las familias de acogida para celebrarlo. “Allí no celebran los cumpleaños, así que para ellos es una ilusión. Es algo que nunca han vivido y nuestros hijos lo tienen todos los años”, subraya otro padre.
¿Hay momentos difíciles? “Los mismos que tienes con tu propio hijo. No es tan complicado como piensa la gente”, responde Nadine. Subraya que “son niños”, y el mayor problema que pueden enfrentar es en la llegada, porque a algunos les cuestan más los primeros días. “Es normal que lloren. Sus familias no están aquí, pero si tú se lo haces fácil, no tienes problemas”, insiste.
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Transformación
A Bouba, que vino por primera vez con nueve años, el primer verano “sí le costó un poquito”. “Él es muy introvertido, muy tranquilo, y nunca había salido del Sáhara, nunca se había separado de su familia”, explica Marta. Para ella y para Juan, es el segundo año como familia de acogida, pero desde el primer verano vieron cómo a los pocos días, se producía la transformación en Bouba. “Se adaptan superbien. Yo creo que nuestros niños no aguantarían ni la mitad de lo que aguantan ellos. Son unos valientes”, afirma.
“Te cuentan unas cosas, que te hacen ver todo lo que tenemos y no valoramos”
Además, cada descubrimiento iba alimentando su entusiasmo: “Todo es nuevo: el avión, las escaleras mecánicas, el ascensor, la playa... Nunca había visto el mar, nunca se había bañado en una piscina, se iba a montar en un barco y se quedó alucinado”, recuerda Marta. Ellos tienen un hijo un año menor que Bouba, y también ha jugado un papel esencial. “Lo ayudó a integrarse y se encargó mucho de su adaptación. Dormían juntos, iban al campamento juntos... Le decía: Vamos a bañarnos Bouba, vamos a comer, ahora nos toca dormir... Todo esto nos ha enriquecido como familia y nos ha abierto los ojos incluso con nuestro hijo, porque hemos descubierto que tiene un gran corazón y que comparte, que es una de las cosas que queríamos que aprendiera”.
Nadine, que también es madre, sí recuerda que a su hijo se le hizo más difícil el primer año: “Es hijo único, está acostumbrado a vivir de otra manera y es muy fuerte que llegue una persona a tu cuarto, comparta tu madre, tu padre, tu casa, tus amigos... Pero poco a poco se le fue pasando y ahora es como su hermano y quiere estar siempre con él. Son cosas que tienen que vivirlas porque con eso aprenden”.
Fatma, la única niña
De los ocho que han venido este año a la Isla, Fatma es la única niña. Para ella es el segundo verano en Lanzarote y el primero con María José, que ya había acogido anteriormente, pero esta vez pidió expresamente una niña, porque sabe que suelen tener menos oportunidades de participar en el programa.
“Nos ha enriquecido como familia y nos ha abierto los ojos, incluso con nuestro hijo”
“Las familias prefieren mandar a los niños, pero a ellas también hay que darles una oportunidad”, defiende, apuntando que es algo en lo que se debería trabajar en futuras ediciones del programa. En su caso, los primeros días de Fatma también fueron difíciles, porque la niña extrañaba a su familia, pero en una semana “despegó como un zepelín”. “En casa ha cogido una confianza que ya es como si fuera una más de la familia, en todos los sentidos”, afirma. De hecho, a veces también le tiene que llamar la atención: “Como hacemos con los nuestros: no pongas el pie ahí, recoge el plato, deja de ver la tele...”.
Marta y Juan, sin embargo, destacan lo que Bouba colabora en casa. “Cuando llegó no le llamaban nada la atención la tablet ni el móvil, solo quería disfrutar de nosotros, de estar en familia. Te veía metiendo los platos en el lavavajillas y él también los metía”, apunta ella. Juan coincide: “A lo mejor está viendo la tele, ve que tú estás cocinando y se pone a tu lado a ver cómo cocinas o a jugar contigo”. También quiere ser el primero en coger las bolsas de la compra, en llevar todas las mochilas de la playa... “Nuestros hijos solo hacen lo que les decimos y hay que repetírselo, pero ellos no, a ellos les sale”.
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La barrera del idioma
Todas las familias coinciden en que “el principal problema es el idioma”, pero la mayoría destaca la rapidez con la que aprenden los niños. “La primera semana es la más complicada. Al principio es mucho de contacto y de mímica, pero la verdad es que son esponjas. En 15 ó 20 días van empezando a coger palabras y en dos meses se van hablando español”, subraya Ana. “Culturalmente absorben un montón de cosas que a nosotros nos llevan años”, añade el padre de acogida de Zein.
“En 15 ó 20 días van cogiendo palabras y en dos meses se van hablando español”
Eso sí, también advierten que hay que tener cuidado con lo que llegan diciendo que saben hacer, porque suele generar más de un susto. Sobre todo, nadar. “Dicen que saben, pero no saben. Son muy atrevidos y se lanzan al agua”, afirman las familias. En cualquier caso, a eso también aprenden rápido. “Bouba se ponía en la orilla y por observación y por imitación, aprendió a nadar”.
El otro “peligro”, montar en bici. “Ellos saben, sí, pero en una bicicleta sin cubiertas y sin frenos, que cogen 600 niños para andar por la arena; pero aquí hay cuestas, hay viento... Y no saben frenar”, precisa Juan, recordando cuando enseñó a montar en bici a Mahmoud. “Son temerarios, pero muy espabilados. Se caen y ni lloran. Se levantan y siguen. Parece que están como curtidos. Allí lloran y a quién le lloran. No tienen a los padres tan encima como aquí”.
La despedida
Cuando llegan a Lanzarote desde los campamentos de Tinduf, los niños vienen “con lo puesto, literalmente”. Sin más ropa ni objetos personales en la maleta. Lo único que traen son regalos para su familia de acogida. “No tienen nada, pero te lo dan todo”, apunta Marta. Por la dinámica del programa, saben que a la vuelta necesitarán todo el espacio posible en la maleta.
“Intentas que se lleven ropa, material escolar y todo lo que puedas aportar para la familia”, explican Inma y Ana, Algunas cosas las compran, pero la mayoría llega de la red de solidaridad: de amigos y conocidos que les van guardando ropa de sus hijos, o de la que intercambian entre las propias familias de acogida. “Al final te juntas con ropa para aburrir y cuando se van se la llevan”.
Después, llega el avión y la despedida. Al padre de acogida de Bouba se le ensombrece el rostro recordando que el año pasado, cuando el verano llegaba a su fin, el niño les dijo que “no se quería ir”. “Siendo tan familiar como es, que pregunta siempre por los suyos, que te diga que no quiere volver te hace pensar cómo viven ellos esta situación”, reflexiona Juan. “No son unas simples vacaciones, ni para ellos ni para nosotros. Se crea un vínculo muy fuerte. Empiezas a tener otro niño. Ya piensas en él constantemente, en cómo estará, qué necesitará...”, añade.
Por su parte, Inma defiende que es positivo que durante unos meses vivan otra realidad y “mostrarles que hay otro progreso y otra forma de vida”. Casi todos coinciden en que los niños vienen contentos a la Isla, pero también regresan “súper contentos”, deseando reencontrarse con sus familias. “Ellos tienen mucho orgullo de sus raíces, tienen una identidad que les corre por las venas. Nosotros desde nuestro prisma de blanquitos occidentales vemos aquello de otra forma, pero los que nos quedamos hechos polvo cuando Mahmoud se fue fuimos Inma y yo”, añade Juan. Sobre todo, subraya que al volver a casa, “se llevan millones de aventuras que están deseando contar”.
El programa ‘Vacaciones en paz’ ha traído este verano a unos 3.000 niños saharauis a España -115 de ellos a Canarias y ocho a Lanzarote-, pero antiguamente esas cifras se multiplicaban por tres y hasta por cuatro. “De lo que no se habla no existe. Hay tantos conflictos, tantas guerras y tantas urgencias, que al final la gente no hace nada; y nos estamos olvidando de lo que tenemos aquí al lado”, lamenta Juan, que lleva ocho años participando en este programa junto a su pareja.
‘Vacaciones en paz’ comenzó a principios de los 80 y una década después llegó a Lanzarote, donde durante años vinieron cerca de una treintena de niños cada verano, gracias a la Asociación Canaria de Solidaridad con el Pueblo Saharaui. Sin embargo, cuando Juan e Inma empezaron, solo quedaba una familia acogiendo en la Isla; en parte por las crisis económicas y en parte por cambios en la coordinación. En 2017 se incorporaron ellos y en los años siguientes lo hicieron el resto de familias que están haciendo que el programa vuelva a resurgir, y que esperan que en las próximas ediciones puedan recuperarse las cifras de antaño. “Nosotros apenas damos nada. El billete lo paga la asociación y es solo el gasto del mantenimiento del niño, pero donde comen dos comen tres”, defienden.
Para la conciliación con el trabajo, muchos recurren a los campamentos de verano públicos, como hacen con sus propios hijos, y también se los llevan de vacaciones, ya que pueden salir de la Isla siempre que sea dentro de España. El Gobierno también les da acceso a la tarjeta sanitaria, para que puedan acudir al pediatra y aprovechar el viaje para realizarse revisiones médicas.
Subrayan que todo es “más fácil” de lo que puede parecer, y que no hace falta contar con muchos recursos económicos para dar esta oportunidad a un niño o a una niña saharaui. Confían en que dar visibilidad al programa sirva para que más familias participen, y también para tomar conciencia de la situación que sigue padeciendo el pueblo saharui desde hace ya 50 años, con más de 170.000 personas viviendo en campamentos de refugiados, en pleno desierto de Argelia y con temperaturas que pueden superar los 50 grados en verano.
“La ayuda humanitaria ha disminuido, porque hay muchos problemas y muchas guerras, y parece que ahora están peor”, advierten. Afirman que este año se ha reducido el agua que llega a los campamentos, y también los paquetes de comida que reciben las familias. “Es la primera vez que les hemos tenido que hacer desde aquí una compra en la tiendita que hay en el campamento porque nos lo pidieron”, explica Marta. Antes lo hacían por tener un detalle en ocasiones puntuales, como un cumpleaños, pero este año todos han hecho pedidos para las familias de los niños que acogen: “Aquí tú dices que no tienes comida y sobrevives tres meses; pero sí ellos te dicen que no tienen comida, es que de verdad no la tienen”.
















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