Asunción, Enrique, Gregorio y José compartieron vivencias que reconstruyen casi un siglo de historia. Para muchos lanzaroteños, la vida cabía en una barrica de agua y viajaba en camello

Una isla, cuatro infancias: así dividía el agua la vida en Lanzarote
Asunción, Enrique, Gregorio y José compartieron vivencias que reconstruyen casi un siglo de historia. Para muchos lanzaroteños, la vida cabía en una barrica de agua y viajaba en camello
“De pequeñita viví en un lugar donde a dos kilómetros de distancia no había un superviviente, sino campo y ganado. Ahí no había ni aljibe, ni agua, ni nada”. Así se presentó Asunción Ortega en el encuentro ‘El Agua. Un siglo de recuerdos’. Junto a ella, otros tres lanzaroteños de 92, 94 y 95 años compartieron vivencias en la bodega El Grifo, en uno de los actos organizados en esta última edición de la Muestra de Cine de Lanzarote. “Es el que más emoción nos genera, al que más cariño tenemos y el que más importante nos parece”, subrayó su director, Javier Fuentes.
Procedentes de distintos municipios, cada uno trasladó una realidad distinta, como si no se hubieran criado en la misma isla y en la misma época. Gregorio de León, que nació en Órzola, no recuerda que nunca le faltara el agua. “El aljibe siempre lo tenía lleno”, afirmó. La diferencia, en un tiempo de aljibes, maretas, pozos, gavias y alcogidas, estaba en contar o no contar con esas infraestructuras.
Para Asunción, su niñez en aquella casa aislada del municipio de San Bartolomé fue otra: “Todos los días estábamos esperando que viniera un hombre con dos barricas de agua en un camello, para darle de beber a las cabras y llevar un vasito a la casa para los demás”. Primero los animales -que eran su sustento económico-, y luego la familia. “Mi padre hacía queso y si teníamos sed, nos daba un poquito de suero. Los animales no tenían más que el agua y las personas teníamos otros medios”, justifica con naturalidad.
A veces, cuando terminaba la jornada y el hombre de las barricas no había aparecido, tenían que salir a buscar “un poquito de agua” donde fuera. Muchas veces, caminando hasta casa de sus abuelos, “que era lejos”. Ese era el día a día de muchos lanzaroteños. “El agua fue un problema muy gordo. La gente vivía comprando cacharros, pero no había modo de transportarla. No había cubas, no había coche...”.
“En Lanzarote llovía. Si ahora vinieran nuestros abuelos dirían: Esta no es mi isla”
Echando mano del humor, Asunción se refirió a las dos islas que ya había entonces, en función de los recursos económicos: “Nosotros éramos tan pobres que por no tener, no teníamos ni un padre entero. Mi padre era cojo y manco”. Eso sí, dejó claro que sus padres eran “maravillosos”, que sacaron adelante a cinco hijos y que les dieron “todo el amor”.
“Fueron tiempos muy difíciles, pero como no conocías otra cosa, estabas tranquila y feliz, si de alguna manera a eso se le puede llamar felicidad. Fuimos niños muy felices sin tener nada”, señaló, dejando un mensaje que quedó resonando en la sala: “Hoy, la felicidad necesita más ingredientes que en esa época”.
El pluviómetro de Yaiza
Enrique González ha vivido toda su vida en Yaiza. Fue agricultor, cartero y desempeñó muchos otros oficios, pero en 57 años, hay algo que nunca dejó de hacer: medir el agua de lluvia. Empezó en 1969: “Cada vez que llovía, apuntaba la lluvia en una libreta que tenía. Después eso se lo comunicaba a la Agencia Estatal de Meteorología y ya lo sumaban”. Lo estuvo haciendo hasta el año pasado, ya cumplidos los 93, cuando le cedió el testigo a una sobrina.
“A los pobres siempre les falta algo, y nosotros carecíamos de agua”
Hace unos años, “un señor catalán, don Francisco”, se interesó por su trabajo. “Yo no sé cómo me descubrió ese hombre. Yo creo que fue porque un año me dieron un premio”. El caso es que contactó con él, le pidió los datos que había anotado durante casi seis décadas en sus libretas y los volcó en unas tablas que hoy Enrique conserva como un valioso recuerdo. En ellas, hay un mensaje, reconociendo “sus años de dedicación a la modesta y callada tarea meteorológica”.
Cuando habla de cómo ha evolucionado la lluvia en Lanzarote, Enrique no habla por hablar. “Llueve menos”, sentencia. “Antes había años escasos de lluvia, pero siempre se recogía algo, pero sobre todo en estos últimos años, nada. El año pasado sí llovió, pero por aquí por el sur, no”.
“En Lanzarote llovía”
Asunción, aunque no llevaba un registro, coincide echando mano de sus recuerdos. “Había algún año ruin, pero en la Isla llovía. Si ahora vinieran nuestros abuelos dirían: Esta no es mi isla, porque era una isla verde y ahora es seca y sin agua. No se ve una flor”.
“La mareta de Teguise siempre tenía agua, y hoy se ha convertido en una plaza”
Gregorio aún recuerda las fuentes naturales, donde se acumulaba el agua cuando llovía, y los lanzaroteños iban a recogerla con barricas y camellos. También las mujeres acudían allí a lavar la ropa. “Hicieron unas pilas y todo. Se ajuntaba la ropa, se cargaba en los burros para llevarla a lavar y se traía otra vez para abajo”.
Habla sobre todo de la zona del Risco de Famara, donde el agua era dulce, pero lamenta que “a día de hoy, esas fuentes ya no manan”. “Es que ya no llueve, está todo seco. Ya no hay agua”. Enrique, como vecino de Yaiza, también recuerda fuentes naturales de agua en el sur, incluso en la zona de Papagayo, aunque en ese caso era “medio salada”, porque “era agua filtrada y había mucha arena”. Pero en otras, “era agua igual de buena que la de la lluvia”.
La gran mareta
José Delgado nació en Teseguite en 1933, y algunos de sus primeros recuerdos del agua están vinculados a la gran mareta de La Villa de Teguise, que durante siglos abasteció de agua a toda la Isla. “Tendría siete u ocho años y siempre me gustaba subirme encima de la mareta. Veía los techos de todo el pueblo”.
Cuando la conoció José, esa infraestructura ya estaba en declive: “Me contaban que antes venía gente de la huerta de abajo, no sé de qué pueblo, a buscar agua en los camellos”. Otros se la llevaban en recipientes cargados sobre sus cabezas. “La mareta siempre tenía agua, hasta que se desmanteló”.
Mientras muchos no tenían aljibe, otros contaban con diez, y vendían el agua
La falta de mantenimiento y los problemas para asumir los costes que requería su limpieza -en la que durante siglos estuvieron obligados a participar vecinos de toda la Isla-, precipitó su final. En 1960 se sacó el agua que quedaba en el interior, para que no se perdiera, y se autorizó la extracción de tierra en la zona, donde después llegó a haber distintos proyectos urbanísticos. “Hoy está como una plaza”, señala José con nostalgia.
En la Isla se habían ido construyendo otros sistemas de almacenamiento de agua y cada vez más casas contaban con aljibe propio. Sin embargo, cuando las lluvias escaseaban, la mayoría de los lanzaroteños seguía dependiendo de los grandes depósitos. De hecho, en épocas de sequía, antes de su desaparición, se tenía que poner vigilancia en la mareta de Teguise para evitar los robos. Y es que el agua también fue motivo de conflictos. “Mi abuelo me contó de muchos pleitos que conoció entre vecinos y familiares por el tema del agua. Incluso le contaron que dos personas se retaron en duelo”, relató la presentadora del acto, María José Morales.
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Gregorio de León y Asunción Ortega.
El negocio del agua
Además de vivir cerca de aquella mareta, José creció rodeado de aljibes. “Aunque es un pueblo pequeño, Teseguite tiene decenas de aljibes. En serio, más de cien, y grandísimos”. Había casas que tenían tres o cuatro, y recuerda un vecino que llegó a tener hasta diez. Y lo que hacían los que tenían de sobra, era venderla.
“Yo recuerdo un camión llevando agua de Teseguite para el Puerto en bidones, porque no tenían”. Habla de la década de los 40, cuando se registraron algunos de esos años “ruines” de escasez de lluvias. En los 60, hubo otro periodo difícil, incluso en el municipio de Teguise. “Las aguas se iban terminando y traían un camioncillo con una cuba de Famara. Es una pena porque me han dicho que hoy ese agua se está yendo al mar, que se pierde”.
Para las familias con menos recursos, la situación era peor, con lluvias o sin ellas. “A los pobres siempre les tiene que faltar algo, y nosotros carecíamos de eso”, apunta Asunción, que recuerda que llegaban a hacer “un sancocho tres personas con la misma agua”.
“Nosotros tuvimos mucha necesidad de agua, mucha, hasta que fuimos conscientes y pudimos hacer un aljibe, pero costaba mucho”, explica. Además del dinero, tampoco contaban con material adecuado. “No había máquinas y ni siquiera había una carretilla con fundamento para sacar la tierra”.
Una línea de ayudas económicas aprobada durante la dictadura de Franco permitió a su familia contar por fin con un aljibe, y aún recuerda lo artesanal que era su mantenimiento. “Una persona se ataba una soga grande en la cintura y se le bajaba hasta abajo. Otros le acercaban un cubo y se iba llenando varias veces de basura hasta que quedaba limpia, y la persona volvía a subir enchocolatada”.
José añade que esos procesos de limpieza se hacían cuando se iba a acabar el agua, antes de que empezaran las lluvias del invierno. Además, hacían “unos hoyitos por fuera” del aljibe, para que cayera el agua “colada”; y también ponían piedra de cal quemada para mantener el agua limpia y evitar enfermedades.
“Se aprovechaba toda”
La familia de Enrique estaba entre las afortunadas que contaban con “cuatro o cinco aljibes”, pero subraya que “se aprovechaba hasta la última gota”. Dice que en aquella época se “gastaba mucha agua”, pero era un concepto distinto de “gastar”. La mayor parte, iba para dar de beber al ganado: “El camello, si está bien comido, se bebe una barrica de agua”. Y también se empleaba en la agricultura, en un tiempo en el que la Isla vivía del sector primario.
“Antes, el que quería tomar leche tenía que tener la cabrita”, recuerda. “En el Puerto, mucha gente tenía cabras en la azotea. Algunos no se lo creerán, pero es verdad”. Era el antiguo Arrecife y la antigua Isla, que se empezó a transformar con la llegada de la primera desaladora en 1964. Sin embargo, el proceso fue lento, muy lento, hasta que el agua corriente llegó a todos los hogares.
“Primero pusieron una tubería, pero no estaba al alcance de todos”, precisa Asunción, que tardó varios años en ver salir agua del grifo. Hoy, el problema del agua sigue presente, pero ahora con cortes constantes que afectan sobre todo a los pueblos, en las zonas no turísticas.
“Lo que tiene que haber es unas buenas potabilizadoras para que el agua no falte de ninguna manera, pero hay que revisar tantas cosas en la Isla, tantas cosas...”, lamenta Asunción. Enrique, Gregorio y José coinciden, pero también lamentan que se hayan abandonado la mayoría las infraestructuras que permitieron sobrevivir a su generación. “Muchas están llenas de basura a día de hoy, y luego la gente va a plantar al campo y se tiene que venir para la casa porque no hay agua. Eso sí es tristeza”.
Entre las historias y vivencias que fluyeron en ‘El Agua. Un siglo de recuerdos’, faltó una. “¿No se acuerdan de los barcos del agua que venían?”, le preguntó una asistente a su compañera de asiento. Los que vivieron aquella época en Arrecife, no olvidan esa estampa. Cuando las lluvias escaseaban y no permitían llenar maretas ni aljibes, esos barcos se esperaban como el tesoro más preciado.
Primero fueron los “correíllos”, llegados de Tenerife y Gran Canaria, y luego buques de la Armada y grandes barcos cisterna fletados desde la Península, como el Condecister, que empezaron a llegar en la década de los 60.
En aquella época, no había una sesión del pleno del Cabildo en el que no se hablara de este “angustioso” problema, y de las gestiones para fletar nuevos barcos. En 1961, la isla acababa de atravesar cinco años de sequía, que habían ido vaciando los depósitos.
‘El Eco de Canarias’ describía ese año escenas de “niños campesinos que mendigaban pequeñas porciones de líquido en botellas, arracimados junto a los camiones cuba de aprovisionamiento”, “amas de casa, del interior, que se desplazaban desde sus poblados a playas distantes hasta siete kilómetros para lavar en el mar sus modestas ropas de vestir” y “cosechas y animales retorcidos de muerte por la augusta de la sed”. Eran los años “ruines”, aquellos que también conocieron Asunción, Gregorio, Enrique y José.
















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