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La aventura científica de Mar Vaquero

M.J. Tabar 0 COMENTARIOS 20/11/2017 - 06:05

Aquella niña que contemplaba el cielo cuando la sonda Cassini comenzó su periplo espacial fue, veinte años después, la encargada de pilotarla hacia su final: la desintegración en la atmósfera de Saturno. La ingeniera aeroespacial Mar Vaquero (Maspalomas, 1985) compartió el trabajo que desarrolla en la NASA con los alumnos de la Escuela de Pesca de Lanzarote, que celebra su setenta y cinco aniversario.

Cuando Cassini despegó de Cabo Cañaveral hacia el planeta Saturno la madrugada del 15 de octubre de 1997, Mar Vaquero era una preadolescente a la que le gustaba mirar los cráteres de la luna con el telescopio del club de astronomía. Siete años después, la sonda llegó al sistema saturniano y empezó a sacar fotos del planeta de los anillos y de sus lunas más interesantes. Durante los últimos trece años ha estado enviando a la Tierra cientos de gigabytes de datos que han abierto nuevos caminos en la investigación sobre habitabilidad planetaria y ha cambiado nuestra forma de comprender Saturno y sus satélites.

El pasado 15 de septiembre la agencia aeroespacial norteamericana puso fin a la misión. Después de veinte años, el combustible de la sonda estaba a punto de agotarse y había que evitar que orbitara sin control y se estrellase en alguna de las lunas de Saturno, contaminando estos lugares susceptibles de albergar vida. La NASA se deshizo de la sonda desintegrándola contra la atmósfera del gigante gaseoso. La encargada de diseñar su trayectoria y pilotarla fue Mar, que sigue hablando de Cassini en presente, como si continuara viajando alrededor de Saturno.

Mar estudió Ingeniería Aeroespacial en la Universidad de San Luis (Madrid) e hizo prácticas en el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC). Dos años después se trasladó a Estados Unidos para hacer su doctorado en ingeniería aeronáutica y astronáutica.

Seis meses antes de defender su tesis doctoral ‘Cómo transportar una nave por el Sistema Solar consumiendo el mínimo de combustible’, recibió una oferta de trabajo del Jet Propulsion Laboratory (JPL), el laboratorio de la NASA que se dedica al diseño, construcción y navegación de todas las misiones tripuladas. Son los encargados de diseñar los robots y las sondas que trabajan en el espacio (Rover, Curiosity, Juno, Cassini, etc.).

Seis mil personas, “entre científicos, ingenieros y administrativos”, cuenta Mar a través de videoconferencia, trabajan en este laboratorio de Pasadena, al pie de las montañas San Gabriel. Hay que viajar a los años 40 del pasado siglo para entender su estratégica localización. El laboratorio nació en el despacho de un profesor de Caltech pionero en la realización de experimentos con combustible de cohetes. Sus primeros test acabaron en peligrosas explosiones y la comunidad educativa lo envió a las afueras. Montó una tienda de campaña y a su alrededor fue creciendo el actual JPL.

Cassini, “del tamaño de una guagua”, llevó once instrumentos científicos al espacio, cada uno de ellos con un objetivo concreto (cámaras, detectores de partículas, magnetómetros…). “Los sistemas de propulsión se usan para cambiar la trayectoria, pero la sonda necesita una fuente de energía; la más común son los paneles solares, pero Saturno está tan lejos que hubiésemos necesitado paneles del tamaño de un campo de fútbol”, explica Mar. En su lugar, la sonda fue equipada con un reactor nuclear a base de un isótopo radioactivo del plutonio. Cassini hizo tres asistencias gravitacionales antes de llegar: es decir, aprovechó el campo de gravedad de otros planetas para moverse y ahorrar combustible. La idea inicial de la NASA era que la misión durase cuatro años, hasta 2008. Sin embargo, el buen estado de la sonda y su excedente de combustible permitió hacer dos extensiones del proyecto: una hasta 2010 y la última hasta 2017.

Un año en la Tierra equivale a treinta años en Saturno, así que durante sus trece años de viaje, Cassini pudo documentar un invierno, una primavera y parte del verano saturniano. Además de grabar el paso del planeta alrededor del Sol, ahora sabemos que sus anillos están compuestos por partículas de roca y hielo de tamaños muy distintos: desde una pelota de golf hasta una montaña del tamaño del Everest. Son un sistema activo que sigue cambiando de forma. También conocemos mucho mejor la geografía de Saturno: el hexágono de su polo norte y sus gigantescos huracanes.

Pero lo más interesante no es el inhóspito planeta gaseoso, sino dos de sus 62 lunas. “Imaginaros un cielo así”, dice Mar. Titán es la luna más grande de Saturno y hasta hace unos meses sólo la veíamos envuelta en una neblina naranja. Su atmósfera impedía una correcta visión desde la Tierra. Ahora sabemos que la fría Titán (-180 ºC) tiene montañas, ríos y lagos de etano y metano, y que su proceso geológico es extraordinariamente parecido al de la Tierra.

Encélado, otra de las lunas de Saturno, se ha convertido en “la joya de la corona” de la misión. Pequeña, con la superficie helada y varios cráteres en la superficie, tiene grietas por donde el agua sale en forma de géiser gracias a una fuente de calor subterránea. Cassini descubrió que bajo la corteza helada de Encélado hay un océano con la misma salinidad que los de la Tierra. “Es uno de los destinos más atractivos con la idea de que pueda albergar vida”.

Mar ha sido la guía de viaje de la sonda, la encargada de diseñar la trayectoria. Ella debe conseguir que aterrice en el lugar concreto y en el momento preciso que necesitan los científicos, o indicar la opción que más se aproxime. Es un “tira y afloja” entre la necesidad científica y la limitación tecnológica. El grupo de navegación determina dónde se encuentra la nave y luego diseña la maniobra necesaria para devolverla a su trayectoria. Porque una cosa es el plan que diseñan antes del lanzamiento, basado en datos no del todo precisos (todavía no sabemos cuál es la masa exacta de los planetas) y otra cosa es la realidad que se encuentran cuando la sonda viaja en el espacio. Siempre hay que corregir la trayectoria y optimizarla para que consuma el menor combustible posible. Por su conocimiento, su capacidad de adaptación y su creatividad a la hora de aportar soluciones, Mar es la encargada de hacerlo.

La señal de Cassini tardaba entre 83 y 90 minutos en llegar a la Tierra. Por eso, el pasado 15 de septiembre, el laboratorio guardó un respetuoso minuto de silencio 83 minutos antes de recibir la señal que constataba la desintegración de la sonda en la atmósfera saturniana.

La siguiente misión de esta ingeniera aeroespacial canaria será diseñar la trayectoria de la sonda que aterrizará en Europa, la luna helada de Júpiter, y que se equipará con una taladradora para obtener muestras de hielo. Si todo va bien, la misión comenzará en 2032 y alguno de los estudiantes que escucharon (y preguntaron) a Mar el pasado 25 de octubre estará entonces viviendo su particular aventura científica.

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