PERFILES

Antonio Correa y el bar Andalucía

Llegó desde Sevilla en 1959 y regentó el bar Andalucía durante 35 años. Fue el primero en ofrecer en la Isla los churros de pescado, que después se popularizaron

Antonio junto a su hija, Chari y su esposa, Hiniesta. Foto: Manolo de la Hoz.
Saúl García 1 COMENTARIOS 17/02/2019 - 08:42

“Cometí la locura de venirme”, dice Antonio Correa (Utrera, Sevilla, 1929). En el barco se lo dijo un feriante: “Arrecife es un entierro de hombres vivos”. Era 1959 y Antonio trabajaba de camarero, la misma profesión que tenía su padre, en el bar Flor de Sevilla. Era un establecimiento muy conocido pero el sueldo no era gran cosa y Antonio ya tenía tres hijos. Su cuñado, el hermano de su mujer Hiniesta Távora, trabajaba en Lanzarote en Viajes Tisalaya, la primera agencia que abrió en la Isla, a cargo de Juan Villalobos. Le dijo que había quedado un bar libre y que lo podía llevar él. Y eso hizo. La locura, al final, no debió ser tanta porque Antonio va a cumplir noventa años y ya hace sesenta de ese primer viaje en barco. “Ningún problema, él se adaptó enseguida”, dice su mujer.

El negocio en cuestión era La Cuesta, un local que después se llamó Galdós, en la calle Pérez Galdós. El bar había ido muy bien mientras duraron las obras del muelle de Los Mármoles porque el encargado de la obra vivía al lado y allá iban los obreros y los marineros, pero cuando llegó Antonio las obras ya habían terminado. Un año después ya estaba en otro negocio, junto a su cuñado. Era la Pensión Vasca, en plena avenida. Era pensión y bar. Allí se alojaba gente que llegaba a la Isla a hacer negocios y profesionales que no tenían residencia fija, como el dentista, una masajista, los examinadores de magisterio o empleados de banca. Por el ambigú, donde Antonio colocó un mostrador de mimbre, también pasaban vecinos “significativos” de la capital. En el entorno estaban el bar de El Manco, el Janubio, el América o La Marina.

La sociedad no fue bien, pero Antonio había trabado muy buena amistad con Andrés Romay, un gallego que trabajaba de encargado en Lloret y Llinares y que le prestó 75.000 pesetas para establecerse por su cuenta. Casi todo el dinero fue para pagar el traspaso y el alquiler del Brasil, en la calle Inspector Luis Martín, que él rebautizó con el nombre que aún sigue teniendo: bar Andalucía.

El bar era solo un cuadradito, no era como ahora, y lo tuvo que hacer todo, comprar la vajilla, instalar la cocina... “Porque allí no había nada. El Manco, el del bar, dijo: ‘A San Ginés no llega’ y no veas si he trabajado yo en San Ginés”, dice Antonio. Todos hasta 1996, cuando se jubiló: “San Ginés era una locura, todos los feriantes eran míos”.

A pesar de ser chiquito, el Andalucía tenía buena clientela. Abría todos los días del año menos la festividad de San Juan y la puerta se cerraba poco: los desayunos ya se servían a las seis de la mañana y a veces el último cliente se iba pasadas las doce de la noche. Los domingos iban los feligreses cuando salían de misa. Daba comidas, tapas, desayunos, cenas. Se comía a la carta y de menú: “tenía 15 abonados que pagaban al mes”. Había clientes de todo tipo: desde la Guardia Civil a marineros, pescadores, gente de campo, funcionarios, obreros y encargados de las obras del San Antonio, del Fariones o del Gran Hotel, a los que también llevaban comida. Hubo una temporada que iba mucho César Manrique con Pepe Dámaso, y también paraba por allí Alfredo Kraus a comer tortilla de papas.

Las especialidades eran la corvina con tomate o el estofado de ternera, que aprendió Antonio de su padre y que el director de la Escuela de Hostelería ponía a sus alumnos como ejemplo “de un estofado auténtico”. Servían gambas rebozadas, riñones al jerez, sama a la portuguesa y fueron los primeros en ofrecer en la Isla por primera vez churros de pescado. “Aquí no los hacía nadie, se hacían en Sevilla con bacalao y yo los empecé a hacer con corvina”, dice. Eran tiempos en que los armadores le dejaban subir al barco un cuchillo y un balde y llenarlo de huevas hasta arriba, pero también eran tiempos en que “para hacer una caja de 200 pesetas tenías que partirte el lomo”.

Para beber, en el Andalucía había vino del país a granel que Antonio compraba en la bodega de Luis Ramírez, El Vikingo, o en otra, y Tropical, Dorada, ron, ginebra y whisky. En el entorno estaba el Janubio, donde iba la gente a escuchar música y, antes o después, cenaban en el Andalucía, y también había otros bares que servían tapas como El Guanche, El Refugio, Los Canarios o el Guanapay. En Navidad traía cien jamones de Aracena, que colgaba en el bar, y polvorones de Estepa, y los vendía todos. En el bar no hubo peleas pero sí alguna que otra discusión. Recuerda, junto a su mujer, a un cliente que se quejó porque la ensaladilla rusa estaba fría, otro por un pimiento muy picante y un militar o un policía que le puso la pistola en el mostrador cuando le pidió la cuenta. “La cogí, la guardé debajo de la barra y le dije: pues venga a por la vuelta esta tarde”. “El fiado ha existido toda la vida pero no si te obligan”, señala.

El negocio iba bien y amplió el bar, lo hizo más grande, junto a un socio, Juan Espino, de Mala, que era proveedor. Era 1965. Dos años después quiso abrir otro local en La Tiñosa, pero no llegó a hacerlo porque el Ayuntamiento no le dio el enganche de la luz y le exigía pagar el cable desde Arrecife y tampoco tenía espacio para poner un motor, como en el local contiguo, Tres Copas. Aquello fue una ruina económica porque el local costaba 18.000 pesetas al mes.

Paellas en Montañas del Fuego

Durante una temporada se dedicó a hacer paellas en Montañas del Fuego, antes de que fuera Parque Nacional de Timanfaya y de que se construyera el restaurante El Diablo. Hacía las paellas en una parrilla que puso en el horno que se abrió para aprovechar el calor del volcán. Al principio solo había una excursión a la semana de una docena de personas, pero después llegó a haber hasta 200 de golpe. Llevaba el sofrito hecho y allí echaba el caldo y el arroz para que lo vieran los turistas. También hacía huevos duros y sardinas y a veces repartían un pic-nic, que llevaba un filete empanado, huevo duro, postre y vino. Era en el Islote de Hilario, donde había unas mesas “y Santiago y Guillermo estaban en una choza del Cabildo y vendían bebida”. Después le salió un competidor y ya no había negocio para todos, así que lo dejó.

Comentarios

Faltan las buenas almejas (orejas) del Bar Andalucía. Tenían fama.

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