María de la Paz Vargas

La ayuda en observación

El fotógrafo René Robert muere congelado en las calles de París tras una caída. El artista, de 84 años, permaneció nueve horas en la acera sin que nadie le prestara ayuda. El suceso, ocurrido durante una noche de finales de enero de este año, causó conmoción en Francia debido a la importante trayectoria profesional del artista y tras conocerse los detalles de lo sucedido a través de sus amigos. Uno de ellos se pregunta si él se habría detenido al verse en la misma escena, reconoce que la duda le persigue y afirma que las prisas de la vida moderna hacen que apartemos la mirada. Oigo esta terrible noticia, era una persona mayor, me estremezco al pensar que algo así le hubiera podido suceder a mi padre cuando regresaba de su paseo diario por el barrio. ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo es posible que una persona muera sola en la calle ante la aterradora indiferencia del resto de transeúntes? Buscando respuestas, recordé el llamado “incidente de Kitty Genovese”, una historia que impactó a la sociedad americana de la época y que impulsó el desarrollo del estudio científico de los factores que influyen en la conducta de ayuda.

37 que vieron asesinato no llamaron a la policía. La apatía por el apuñalamiento de la mujer de Queens conmociona al inspector. Bajo este título el New York Times recogió la noticia de una mujer agredida sexualmente y asesinada la madrugada del 13 de marzo de 1964 en un barrio de Nueva York. Si bien las pruebas disponibles posteriormente no respaldaron la historia original de los 38 testigos que observaron y no hicieron nada mientras Kitty Genovese fue atacada, los acontecimientos de esa noche allanaron el camino para la creación del sistema norteamericano de ayuda de emergencia 911, que hasta entonces no existía, y dio comienzo a una histórica línea de investigación para comprender los procesos psicosociales implicados en la inhibición de la conducta de ayuda en presencia de otras personas. En 1970 dos psicólogos sociales, John Darley y Bibb Latané, identificaron un fenómeno del comportamiento social por el cual la tendencia a ayudar a los demás disminuye cuantas más personas están presentes en la situación y, además, el tiempo que transcurre hasta que alguien decide ayudar aumenta. Aunque parezca contraintuitivo, cuanta más gente hay en el lugar menor será el porcentaje de ayuda.

Este concepto del grupo como fuente de inacción constituye un momento importante en la historia de la psicología social. Hasta el surgimiento de la tradición del efecto de los espectadores, la forma más común de imaginar los peligros de la presencia grupal era en términos de su capacidad de acción, de reaccionar exageradamente en detrimento del bienestar de todos, su potencial de violencia. Los cambios sociales provocados por la industrialización y el surgimiento de las masas urbanas habían llevado a temer el poder del colectivo para amenazar el orden social. Sin embargo, con la historia de los 38 testigos llega la posibilidad opuesta. La amenaza ahora radica en la pasividad y la inacción.

¿El grupo puede hacernos indiferentes al prójimo y anular nuestra voluntad de ayudar? ¿qué otras circunstancias influyen en la decisión? Ya es conocido el efecto de los espectadores, que puede producirse, entre otras razones, por la creencia de que los demás asumirán la responsabilidad de actuar o por interpretar incorrectamente que, puesto que los demás no prestan ayuda, no hay necesidad de ayudar. Aunque quien la necesita sea un anciano que agoniza en la acera o una joven atacada en la calle de madrugada. En primer lugar, será necesario algo tan obvio como darse cuenta de que alguien está necesitando ayuda, que puede pasar desapercibido por la distracción, el ensimismamiento en los propios problemas -o las prisas, de las que habló el amigo de René Robert-. Incluso la persona que tiene el impulso de ayudar, puede no hacerlo si duda de su propia capacidad o teme que ayudar le pueda traer problemas, consecuencias negativas o la crítica de los demás.

Junto a los efectos inhibitorios grupales y las características de la situación, nuestra disposición a ayudar puede variar considerablemente en función de normas sociales, valores morales, factores culturales, variables socioeconómicas, condiciones ambientales o rasgos de personalidad. Influyen igualmente las características de la persona que necesita ayuda, por ejemplo, reduce nuestra intención de ayudar que la consideremos muy diferente, extraña o perteneciente a otro grupo étnico o social. O que la culpabilicemos de lo que le ocurre, consideremos que no se merece la ayuda o nos produzca aversión o rechazo –por cierto, fue un sintecho la primera persona que a las 6.30 de la madrugada alertó a los bomberos de la situación de René Robert, que ya entonces había fallecido por hipotermia. Como cualquier conducta, la conducta de ayuda es aprendida y construida socialmente. Dicho de otro modo, desde la infancia vamos interiorizando a quién, cuándo, cómo y porqué ayudar. Y a qué personas descartamos y escogemos apartarles la mirada.

Ciertos sucesos se convierten en señales, es decir, en indicadores de advertencia en nuestro espacio social. La historia de los 38 testigos que envolvió el asesinato de Kitty Genovese o la muerte de René Robert ante una muchedumbre de peatones indiferentes, nos indican algo sobre nosotros y como sociedad en general. Miremos a nuestro alrededor con atención. Aprendamos a preguntarnos ante el sufrimiento de quiénes estamos siendo indiferentes -individualmente y como sociedad- y las fuerzas que nos inclinan, porque no son irresistibles. Siempre hay un margen de decisión personal.  Ayudar, dar dignidad y esperanza a otra persona, es un valor universal y una característica fundamental en toda personalidad mentalmente sana. Con ello, estaremos dando también un paso en la mejora de las condiciones de la salud mental individual y colectiva.

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