Isabel Arango

Hechos nuevos, viejas convicciones

Me considero una lectora de prensa normal; no le dedico horas a profundizar en informaciones de los ámbitos local, regional, nacional e internacional pero tampoco dejo de realizar un repaso, somero a veces, de titulares y contenidos.

Por eso, aunque no llegué a abrir aquel famoso documento que contenía el sumario del Caso Unión y que, al decir de algún político, estaba hasta en las peluquerías, seguí el asunto bastante de cerca a través de los medios de Lanzarote.

Recuerdo la sensación que me produjo la larga lista de personas imputadas por graves y variados delitos, el relato novelesco de intercambio de maletines, amenazas y extorsiones, la espuma agrisada de la corrupción invadiéndolo todo, partidos políticos, administraciones y empresas públicas y privadas.

En aquel tiempo muchos nos instalamos en la convicción de que la abundancia de dinero procedente del turismo, la velocidad del desarrollo económico y la falta de preparación de quienes accedían a puestos de poder habrían generado el caldo de cultivo perfecto para prevaricaciones, cohechos, tráficos de influencia, malversación de caudales públicos, falsificación documental y toda aquella retahíla de términos que empezábamos a manejar.

Es cierto que incluso los legos en la materia éramos capaces de discernir una suerte de escala de delitos en función de su aparente gravedad y de la medida en que la acción cometida beneficiaba al presunto infractor. Pero entendíamos que, puestos a investigar, no podían descartarse imputaciones consideradas socialmente menos graves o cargadas de previsibles eximentes.

Leo estos días con asombro la petición de Fiscalía al Juez responsable del caso de proceder a la desimputación de un buen número de aquellos supuestos criminales, varios de los cuales pasaron un tiempo en prisión preventiva. Parece ser que la evidencia que llevó hace cinco años a dictar órdenes de detención y privación de libertad contra esas personas se ha diluido en el tiempo como el proverbial azucarillo.

Y vuelvo, como entonces, a alojar sensaciones contradictorias mientras trato de poner de acuerdo las viejas convicciones con los hechos nuevos. ¿Debo enfadarme porque se perdonen delitos a quienes ya hemos castigado de palabra y en ocasiones de obra por sus malas acciones? ¿O empiezo a pensar que la Justicia no es justa? ¿O empatizo con quienes, demostrada su inocencia, necesitarán años para reparar el deterioro de su reputación?

Solo una cosa me parece clara: la memoria de los delitos seguirá apartando a la ciudadanía de las urnas y de su responsabilidad con el buen gobierno. Y las desimputaciones y archivos impedirán acciones ejemplarizantes que actúen como medicina preventiva ante futuras corrupciones.

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Presunción de inocencia se llama

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