Antonio Lorenzo

El porronero

Hace unos años, cuando el auge de la construcción, de vez en cuando aparecía unos grandes camiones, generalmente de matrícula valenciana, cargados de enormes macetones, descomunales platos y otros objetos de cerámica roja, que pasaban a adornar los jardines de los innumerables chalés, que florecían en nuestras costas. Tuvieron un precedente, allá por los años 40 del pasado siglo en los “porroneros”. Igual que los afiladores, que también eran lañadores, que anunciaban su llegada con la melodía característica del pequeño instrumento que apoyaban en su labio inferior, los porroneros la manifestaban con el elegante burro, no sé si también de origen valenciano, portador de unas adornadas cestas, llenas de platos, porrones y jarras de cerámica roja, que ofrecían en la plaza del pueblo y posteriormente de casa en casa. Cuando me referí a lañadores, con a, era la labor accesoria que también ejercitaban los afiladores. En la época en que no era fácil la renovación de las vajillas, por razones casi siempre económicas, en cuando un plato, orza, lebrillo o utensilio semejante, manifestaba el principio de su deterioro, se recurría al lañador. Éste, provisto de una especie de trompo descomunal que terminaba en un clavo muy afilado y que se movía al impulso de un vaivén, hacía unos pequeños agujeros en los bordes de la “estalladura”, en los que incrustaba una grapa de alambre de cobre y reforzaba con masilla de carpintero. En algunas cocinas casi todas las piezas estaban “lañadas”.

Supongo que el nombre de porronero, se debía a que su principal oferta era de los porrones, que se decía conservaban el agua fresca, en la época en que ni soñábamos con la existencia de esa nevera, hoy imprescindible en cada hogar. Conservo como un tesoro desde hace más de setenta años, uno de apenas quince centímetros, procedente de una de aquellas llegadas de un porronero al San Bartolomé de mi residencia.

Pero mi recuerdo viene del de ese genérico porronero hasta el específico de “El Porronero”, personaje de la historia menuda del Arrecife de mi juventud.

Nunca supe su nombre ni su procedencia. Seguramente el apelativo proceda de ser uno más de los que, portadores entre otros objetos, de los apreciados porrones, llegaron a nuestro puerto. Lo que si recuerdo claramente es su figura allá, en el interior del almacén al final de la calle Hermanos Zerolo y principios de la General García Escámez, rodeado de bloques de papeles sujetos con redes viejas, trozos de cabos de barco o chatarras, manipulándolos para su exportación. Quizá hubiera sido más apropiado conocerlo por “El Chatarrero”. Muchas veces lo vi por la calle, sonriente y apoyado en su bastón.

Por eso hoy quiero rememorar su figura de la que muy pocos nos acordamos, pero muy popular en aquellos momentos, sobre todo entre la chiquillería, que acudía a su establecimiento, pidiéndole por el trozo de tubería de plomo, de latón o de cobre lo que al chico le parecía un tesoro de gran valor.

Sobre cerámicas, también quiero recodar aquel establecimiento, de rimbombante nombre, “La cerámica española”, que el lanzaroteño don Juan Betancort, junto con su familia de origen palmero, y su hermana, antes de su emigración a Venezuela, tenían en la calle Ramón Franco, conocida por “Calle de la cárcel”, por estar en ella el establecimiento penitenciario, del que se decía que en tiempos pretéritos, la puerta no tenía llave, para que los internados pudieran entrar y salir cuando lo creyeran oportuno, lo que dice mucho a favor de la humanidad de los responsables en aquellas décadas decimonónicas.

Comentarios

Gracias D. Antonio, me hace Vd, recordar esos tiempos vividos, en sus diversos comentarios.

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