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Pedro Placeres: el comercio, Mala y el Siglo XX

Saúl García 0 COMENTARIOS 19/10/2016 - 07:31

Cuando Pedro Placeres Alpuin (Mala, 1920) se licenció del Ejército y volvió a su pueblo natal, hacía dos años que había terminado la Guerra Civil. Él había partido en 1936 con sólo 16 años, así que cuando volvió tuvo que empezar desde cero. Entró de aprendiz en la carpintería de Luis Suárez, en la Plazuela de Arrecife, aunque antes de la Guerra ya había aprendido algo de ese oficio y se había hecho una maleta de madera para guardar los libros que iba rescatando de sus hermanas o de otros familiares. Los leía debajo de un algarrobero “que todavía está ahí”, dice.

Pedro recuerda que de niño estudió en Mala con el maestro Juan José Berriel Placeres, que se había ido a Cuba porque no le gustaba la agricultura pero que volvió, y antes aún con otra maestra, doña Lucinda. Cuando terminó la Escuela no le había quedado más remedio que ir a arar con su padre, Ambrosio Placeres Hernández. Dice, con una sonrisa, sentado en el sofá de su casa de Mala, que se araba con burro, a veces (pocas) con vaca y con camello: “Máquinas no había”.

Pero lo del campo no duró mucho. José María Perdomo, el marido de su hermana Remigia, regentaba una tienda en Mala, pero se había puesto enfermo y le llamaron para trabajar allí, en la que con los años se conoció como la tienda de Pedro, en plena carretera de Mala, y donde trabajó hasta pasados los ochenta años. Allí vendía un poco de todo: lentejas, cebada, trigo, habas, cochinilla, millo de Argentina..., pero también otras cosas como petróleo para las cocinas y aceite a granel, que se colocaba debajo del mostrador, y telas, que compraba a Pedro Ferrer, a Arencibia o a José Prats, e hilo, y abalorios...

Don Pedro va recordando, pausado, mientras que sus hijas asienten y añaden. Con el paso de los años fue abriendo otros negociados, cada uno con su espacio. Estaba el del tabaco, que se cultivaba en todos los pueblos del Norte y también en Tinajo. Él lo compraba y después unas mujeres hacían las manillas y los fardos y se vendía, fermentado, principalmente a Julio Blancas, a Pedro López o Faustino Pío.

En esa época se compró una furgoneta, de las pocas que había por entonces, para ir por los pueblos. Hace sólo seis meses, con 95 años, dejó de conducir, por prudencia, “porque pasaba las revisiones”, dice una de sus hijas.

Pedro Placeres vive hoy tranquilo con 96 años en Mala, donde regentó una tienda durante toda su vida y se dedicó a negociados como el tabaco, la cochinilla o la roseta

Además del tabaco estaba la cochinilla. Se compraba seca y se limpiaba, se quitaban las impurezas, y se vendía a Arucas o a la fábrica de Campari para darle color al vermú. Se recogían, entonces, “entre dos y cuatro toneladas al año de cochinilla seca. El tercer negociado, a partir de finales de los años cincuenta, es el de la roseta. En la tienda se compraba el hilo y se distribuía a casi todas las tiendas de la Isla, donde lo comparaban las mujeres que hacían la roseta, que volvían a entregar a las tiendas, por donde pasaba de nuevo Pedro Placeres para recogerlas.

Todo lo anotaba en cuadernos que aún conserva, con un orden pulcro y buena letra: los nombres, las cantidades, las fechas, el tipo de roseta: de zurcido, de aspas, ordinario, matizadas, de ojal, de tira. Después de recoger la roseta, otras mujeres las unían y se hacían manteles de hasta tres metros que se enviaban, para su venta, a Madrid o Barcelona.

Además de la tienda, don Pedro fue concejal en Haría, hasta el año 1972, e iba al Ayuntamiento en bicicleta los domingos. Participó en las gestiones para que llegara la luz y el teléfono a algunos pueblos, y para construir la presa de Mala. Ahora sigue viviendo en Mala, y aunque ya no va a la tienda, no se aburre. Va a coger higos, pasea o lee libros de historia. “Siempre tengo cosas que hacer”, dice.

“Como guerra no lo pasé mal, pero era la guerra”

Pedro ha vivido toda su vida en Mala excepto un largo paréntesis de cinco años que comenzó en 1936 y terminó en 1941. Lo movilizó el Ejército nacional. Primero pasó dos meses en Las Palmas. Después fue a Ceuta y a Tetuán, en el 'Aragón'. El nombre del barco parecía premonitorio porque de allí lo mandaron a Zaragoza, donde hacía tanto frío que la tropa pedía “que nos dieran carrera”, recuerda sonriendo.

En el cuartel “se sentían los golpes de la artillería y de la aviación”, y pronto los empezaron a sentir más de cerca. En un furgón, “sin asientos” metieron a 40 soldados pertrechados con una lata de sardinas pequeña y un pan hasta que llegaron a Barracas (Castellón) y de allí a Higueras, en la Sierra de Espadán, donde pasó toda la Guerra y donde se encontró con otros lanzaroteños, como José Manuel Méndez, vecino de El Mojón, que estaba en el bando republicano y que era casi pariente porque su padre se había casado en segundas nupcias con una tía suya. No tuvo que entrar en combate y por eso no lo pasó mal del todo: “Como guerra no lo pase mal, pero era la guerra”, asegura.

El 28 de marzo de 1939, tres días antes de que terminara, los mandan hacia Valencia. Pedro quería ir a la Marina porque tenía la ilusión de ver los puertos del Mediterráneo “y no tenía dinero para viajar”, pero de Valencia lo envían a Extremadura y después a Sevilla donde se reencuentra con su hermano y sube tres veces a la Giralda. De allí va a San Fernando y vuelve a Lanzarote con un permiso de un mes con un barco que llevaba agua.

Por fin lo envían a la Marina, a Cartagena, pero no vio muchos puertos. Primero lo pusieron a tirar de un cable oxidado, sin guantes, en el dique seco, “y pensé ¿a esto vine yo a la Marina?”. Después, por su acento canario- dice que los acentos se notaban mucho más antes que ahora – y porque se encontró con un oficial tinerfeño o porque le cayó bien al coronel, o por ambas cosas, le enviaron a la oficina, donde hacía de cartero y de hombre para todo, pero donde no pudo ver ningún puerto.

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