0 COMENTARIOS 02/08/2014 - 08:19

Alberto Perdomo (Haría, 1973) ama con locura la memoria de las paredes. Por eso, y por haber sido monaguillo en la Iglesia de la Encarnación, conoce bien unos engranajes que todos los vecinos del pueblo escuchan cada media hora, pero que no han visto jamás.

Después de una semana de sol mordedor, unas nubes densas anuncian tregua: cae algo de mollizna sobre la plaza de Haría. Son las cuatro y media de la tarde, y el único ser vivo en el corazón del pueblo es un gato que busca corvas contra las que restregarse. De lejos llega el eco carrasposo de un gallo.

El instrumento investigado es un reloj fabricado en 1911, en los talleres del maestro francés Paul Odobey, uno de los mejores relojeros de Francia. Su historia ha sido reconstruida por la comisión de patrimonio de Haría, integrada por ocho amantes de la memoria, cuyas decisiones cuentan con el respaldo del obispado.

La sacristía de la iglesia huele a incienso y a metal. A este olor a templo le sucede el de la humedad que nace con las escaleras que suben hasta el campanario. En las paredes de la torre hay iniciales grabadas con una barra de hierro por los niños que trabajaban en la parroquia (dando cuerda al reloj, preparando ropa para la misa o fregando los suelos).

Además de una inédita vista de Aganada y de las proporciones humanas que empiezan a habitar la plaza, aquí se encuentra un precioso reloj de ocho horas (denominación que indica el tiempo que vive sin recibir cuerda). El aparato descansa sobre una bancada decorada con una cenefa vegetal protagonizada por varias bellotas, símbolos de la perseguida eternidad. “Mi madre lleva toda la vida oyendo tocar la hora, pero no había visto nunca la máquina”, explica Alberto. Lo vio con 72 años, hace pocos meses. Su asombro fue más o menos parecido al que mostraron otros mayores del pueblo. Hasta ahora, sabían que el reloj de Haría fue un regalo de un lanzaroteño que emigró a Argentina y prosperó dedicándose a la exportación de vinos. En 1911, encargó un reloj para colocar en su pueblo natal, queriendo darle los mismos aires innovadores que tenían ciudades como Buenos Aires o Salamanca.

El indiano “benefactor” envío pagarés por valor de dos mil pesetas para pagar el mecanismo. El párroco de aquel entonces rehusó el regalo; fundamentalmente porque la iglesia de Haría tenía espadaña, no torre, y no había lugar donde colocarlo. El Odobey fue metido en un carro para ser trasladado a la iglesia de Teguise. Nunca llegó: un jinete interceptó la mercancía en Malpaso antes de que prosiguiera su camino barranco abajo. Finalmente, Haría emprendió obras en su iglesia para construir un campanario que pudiera albergar el reloj.

“Se fabricó en 1911, en los talleres de Odobey, uno de los mejores relojeros de Francia”

El reloj no tiene firma en su esfera. Tampoco se conservó factura, ni documento alguno que revelase su procedencia. Alberto emprendió la investigación después de que el Archivo de Teguise encontrase dos cartas manuscritas por el pagador. Las redes sociales han sido fundamentales en las pesquisas y han reunido a varios expertos como el presidente de la Fira del Rellotge, Josep Villanova; el relojero Carlos Herrero y el restaurador Cristóbal Frías, que han colaborado en la investigación.

El reloj se detuvo a principios de julio, un día después de que Alberto buscara un número de serie que identificase al fabricante desconocido. Sintiéndose responsable de la avería, cogió una linterna y a las diez de la noche subió al campanario una vez más. Esta vez, el haz de luz dejó ver cuatro manchas negras alineadas en una pieza dentada. Rascó con las uñas y aparecieron más puntos que completaron un nombre y un lugar: Paul Odobey (Morez, Jura). Por fin: el fabricante y el lugar, una localidad cercana a Suiza famosa por sus fundidores y relojeros. La firma sólo es visible cuando el piñón está en una determinada posición. “Si no se hubiese parado, no hubiéramos visto la marca”.

“Restauradores y coleccionistas han colaborado en la investigación”

Este año, Haría celebró el centenario de su reloj, que desde el siglo pasado ha dado más de seis millones de campanadas, marcando el ritmo oficial del pueblo. Sólo algunos (Damián, el relojero de Arrecife; Ramón, el cocinero del restaurante Dos Hermanos y encargado de girar la manivela que alimenta su cuerda; el fotógrafo Javier Reyes, el sobrino nieto de quién lo donó…) se han asomado a la historia de este mecanismo, que dio las campanadas del año 2000 a través de la cadena de televisión privada Telecinco, conjurando cualquier tipo de efecto catastrófico relacionado con el cambio de milenio.

La ermita de San Juan, el periplo de las hermanas Spínola… La historia local está llena de pequeños hitos, necesarios para comprender la geografía humana y física que presenta hoy el lugar. Lo que no cuentan los libros académicos lo sacan a la luz aquellos que aman sus lugares. Los llaman los rescatadores de la memoria.

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