Mariem Díaz Fadel

Las plumas como medida de un nuevo reinado

El duque de Windsor, antes rey, con el nombre de Eduardo VIII, encargaba a los mejores joyeros, para su esposa Wallis, joyas que a la muerte de esta fueron valoradas en cientos de millones de dólares y subastadas para causas benéficas. Una de ellas eran tres plumas con piedras preciosas sujetas por una corona, emblema del príncipe de Gales. El duque conocía el poder de las joyas, con ellas compensaba la perdida del poder real presentando a su esposa con creaciones exclusivas y con guiños al estatus perdido.

También las plumas persiguen al nuevo soberano británico pues recién aterrizado como rey, dos plumas y no de Gales, protagonizan el acontecimiento. Las estilográficas, digo. Primero, en Londres, en la firma del documento de la coronación. Molesto con la bandeja dispuesta sobre una pequeña mesa, pues él utilizaba su propia estilográfica y aquella le incomodaba, solicitó, de malos modos, que la retiraran, apretura de dientes y aspavientos mediante. Tras la firma, la pluma fue al bolsillo interior de su chaqué. Al pretender el nuevo príncipe de Gales, Guillermo, estampar su firma a continuación, no había ninguna sobre la mesa. Un gesto amable y de desconcierto del príncipe sirvió para que la pequeña bandeja apareciera de nuevo. Ni en los que firmarían tras él pensó el rey.

Tras su visita a Irlanda el pasado día 13 una pluma rebelde manchó su regia mano al pretender rectificar un error en la fecha. El malestar y los malos modos volvieron a protagonizar el acto. Ni lo disimuló, ni compensó su airada reacción con algún gesto posterior.

No estoy para augurar largura alguna al reinado de Carlos III, pero de sus gestos se desprende la soberbia y el rejo tiránico del soberano, muestra de que ni está, ni estará a la altura de su predecesora, ni mucho menos mantendrá el legado ni las formas de Isabel II. De Carlos III afirman que es obsesivo con el protocolo, aunque yo creo que confunde protocolo y servilismo.

Comienza un nuevo periodo para los monárquicos  y para el pueblo británico, pues no cabe duda de que el nuevo jefe de estado con más de setenta años, no va a cambiar un ápice después de viejo. Todo lo contrario, se acentuarán sus manías, caprichos y malos modales y serán las que protagonicen su reinado. Dure lo que dure. Su real madre controlaba todos esos, aparentemente, insignificantes detalles que pueden ser relevantes para marcar las diferencias. El bolso de la reina no pasó inadvertido a nadie, ni su significación dependiendo de lo que hiciera con él, por tanto, no hablamos de cosas irrelevantes por tratarse de las personas de las que se trata.

El problema de imagen del rey no es su pasado, del cual lo mejor que se podría decir de una testa coronada es que no lo tiene. El problema es él mismo y cómo no administra sus emociones, pues en el terreno de las enfermedades mentales tan de actualidad, los ataques de ira tiene su espacio y ya ha protagonizado dos, provocados por detalles sin importancia. También puede ser que no se sepa a la altura de su madre, pero esto es mera especulación porque ejerce sobradamente de quien sabe que no es prescindible, a no ser que el pueblo británico devenga en populista a la manera de nuestros podemitas, y demás fauna, y le dé por demandar la abdicación o la república. Lo probable es que esperen pacientemente a que la palme y que su real hijo sea proclamado como Guillermo V, cuyos índices de popularidad están más cercanos a los de su recién fallecida abuela que a los del nuevo rey.
Ahora toca reinar a un rey que llega con herederos que deberán sucederle.  De haber sido una mujer en su misma situación, podría haberse permitido el lujo de no contraer un nuevo matrimonio pues no le hace falta una pareja que luciera las joyas reales, ya lo haría ella. Pero Carlos III necesita una esposa, no que le provea de herederos, que es función de las mujeres en las dinastías reales, sean o no reinas por sangre, sino para mantener la pompa y el boato que supone el que tu parienta luzca el joyero real, esos misterios que la convierten a una en un catálogo de fuegos artificiales. Es lo que hay, la actual reina consorte tendrá una única función, la de poner su cabeza a disposición de la corona y representar todo su poder por medio del fulgor de toda suerte de pedruscos. Sin la reina consorte, Camila, las joyas reales tendrían que quedar en barbecho a la espera de que la actual princesa de Gales fuera la reina para abrir el joyero, pues no sólo los símbolos de la coronación: cetros, espadas, orbe y Corona de San Eduardo, entre otros, y portadores de algunas de las gemas más valiosas del mundo, representan la exclusividad de la institución monárquica. En el día a día, son las más de trescientas piezas que portan las reinas, consortes o no, durante los actos de relevancia, las que recuerdan la magnificencia de la institución monárquica británica. Todas estas piezas han sido, o adquiridas a anteriores propietarios, como el caso de algunas piezas de los Romanov, o elaboradas principalmente a lo largo del siglo XIX, ya que las originales fueron destruidas durante la implantación de la república en Inglaterra durante un decenio del siglo XVII.

La reina Isabel debió intentar atar todo para la sucesión: el matrimonio con la nueva reina consorte, su deseo de que fuera denominada de esta forma…, todo, con la vista puesta en que nada desbaratase la continuidad dinástica, pero me temo que el esfuerzo ha sido en vano con tan soberbio heredero que puede que ya ni se hable con la consorte. El caprichoso y antojadizo rey parece no ser consciente del grosor del hilo con que las monarquías actuales están atadas a su pueblo, y este rey debería recordar que la sólida cuerda de su madre a punto estuvo de quebrarse tras la muerte de la princesa Diana. El fino hilo de Carlos III sustenta una imagen que tiene que ver más con sus veleidades que con una personalidad regia. Tan fino es que asemejaría, en resistencia, al de un tampax.

Comentarios

También es humano y acaba de perder a su madre.

Añadir nuevo comentario