Alexis de la Cruz Otero

Juegos Florales, Fiesta del Árbol

Aunque los Juegos Florales se remontan a la antigua Roma, fueron popularizados como certámenes literarios por los trovadores provenzales durante la Baja Edad Media. Por contra, la Fiesta del Árbol, hija bastarda de la Ilustración y el Romanticismo, tuvo su origen a principios del siglo XIX, celebrándose por primera vez en el mundo el 26 de febrero de 1805 en Villanueva de la Sierra, un histórico pueblecito de la provincia de Cáceres. Ambas festividades, no obstante, arraigaron en Canarias en los albores de la siguiente centuria.

Así, por ejemplo, ya el 15 de junio de 1901 se inauguraron los Juegos Florales de La Orotava, pioneros en la provincia. Cabe destacar que ese año, en la categoría de composiciones en prosa, desvirgó el premio a la mejor novela regionalista De padres a hijos, firmada por el joven Benito Pérez Armas, seguida del Alma Canaria de su buen amigo Leoncio Rodríguez. Y casi una década después, el 25 de junio de 1910, sería la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria la que festejase sus primeros Juegos Florales en el Teatro Pérez Galdós, con don Miguel de Unamuno como invitado de lujo, en calidad de mantenedor, si bien la fortuna no le acompañaría en su discurso, saliendo abucheado del teatro tras rechazar la creación de la provincia de Las Palmas, por aquel entonces un tema candente del interminable pleito insular.

En cuanto a la Fiesta del Árbol, su principal «apóstol» en las islas fue Francisco González Díaz, quien desde 1900 hizo campaña en la prensa insular (los hermanos Millares Cubas le dedicaron una semblanza en el n.º 41 de Gente Nueva, en cuya portada apareció caricaturizado por Crosita) para concienciar a la población acerca de la importancia del arbolado, especialmente en los suelos más áridos, los de Lanzarote y Fuerteventura. Puerto Cabras acogería, el 5 de octubre de 1903, esta festividad de reforestación anual, no enraizando en Arrecife hasta el inicio de 1914, cuando el propio González Díaz apadrinó una celebración conjunta de los Juegos Florales y la Fiesta del Árbol. En uno de sus libros más conocidos, Tierras sedientas (1921), nos regala esta imagen de la isla:

«Lanzarote es una isla hermosa, aunque sus hijos no lo crean. […] Es hermosa, realmente hermosa esta isla. Sentimos una impresión que no puede describirse cuando, desde las alturas de aquella escalinata de gigantes que forma la carretera en las inmediaciones de Haría, la villa encantadora se nos aparece de pronto entre sus palmeras como una bella hija del desierto; pero el desierto mismo tiene su muy peculiar hermosura, tiene grandeza y tiene majestad».

No creo que Agustín Espinosa le hiciese justicia cuando, en el primer párrafo de «Lancelot y Lanzarote», el capítulo que abre Lancelot, 28º-7º, dice que: «Lanzarote ha sido explicado de manera anecdótica, inafectiva. Esto ha significado —significan— libros como Tierras sedientas de Francisco González, o Costumbres canarias de Isaac Viera. Únicos precedentes literarios (?) de mi libro».

Puede que Francisco González e Isaac Viera no empleasen un lenguaje vanguardista, pero, en lo que a mí respecta, no detecto inafección alguna —más bien al contrario— en las apreciaciones, tan bellas, que hacen de nuestra isla, capaces, incluso, de realzar su desértica hermosura, algo completamente inusual en aquella época.

Sea como fuere, lo importante de este asunto fue la meritoria labor medioambiental promulgada por don Francisco, un espejo verde y fresco en el que mirarnos. Porque Arrecife y Lanzarote están necesitadas de árboles, ahora más que nunca. Según datos del Instituto Canario de Estadística (ISTAC), a julio de 2022, Lanzarote soporta una carga de 136.001 vehículos, casi uno, por ciudadano, de promedio. No está lejano el día en el que el parque móvil (bonito eufemismo) adelante al humano en el censo. Y mientras tanto, cada vez hay menos árboles. Entre los que talan (calle Manolo Millares), los que atropellan (calle Porlier y Sopranis) y los que no cuidan ni reforestan (en general; basta echar un vistazo al raquítico Parque Ramírez Cerdá y compararlo con la frondosidad de hace medio siglo, cuando hasta sobre las pérgolas había buganvillas), esto es un erial. No parece que hayamos aprendido nada del confinamiento, de frenar la producción masiva y de regenerar la tierra. Y los árboles, al margen de la sombra y los beneficios estéticos evidentes, son nuestros más fieles aliados a la hora de revertir el cambio climático y de reducir la contaminación acústica. Como bien apunta el arquitecto y urbanista Juan Palop en el magnífico artículo de Saúl García del pasado 31 de agosto «… hay que diseñar calles para los árboles, no para los coches […] Hay que planificar todas las instalaciones pensando en el arbolado». ¿Se puede decir más claro? Por muy utópico que suene, y más teniendo en cuenta las políticas ramplonas de quienes nos gobiernan, adoptar esta filosofía urbanística solventaría gran parte de los problemas que nos aquejan.

De entrada, con una planificación óptima de la ciudad y de los espacios abiertos, atendiendo a las necesidades de los árboles, respetando su anatomía y el crecimiento adecuado de sus raíces, máxime en suelos urbanos, evitaríamos, a la larga, tener que trasplantarlos o, peor aún, la tala indiscriminada de ejemplares valiosísimos, que han tardado décadas en desarrollarse, para terminar siendo amputados o desmochados porque sus raíces levantan el piso o sus ramas molestan a los vecinos. Con invertir un mínimo en medidas de prevención pública, dejando estas cuestiones en manos de especialistas, no tendríamos que preocuparnos porque los árboles incordien al tráfico o pongan en peligro la vida de nadie, como se ha esgrimido en los casos, cada mes más flagrantes, de devastación arbórea en el ya de por sí yermo Parque Ramírez Cerdá. La clave está en apostar por otro modelo de ciudad y de isla, donde se prime la contratación de mano de obra cualificada y competente en cualquier campo del conocimiento, empezando por revisar el currículum de nuestros dirigentes.

Pero mientras ese momento llega, mientras la nueva Ley de Protección del Arbolado no se materialice, obligando a conservar y sancionando a quienes no lo hagan, debemos actuar. Porque legislar es necesario, pero nunca suficiente. ¿O acaso creen ustedes que cuando esta ley se apruebe, si finalmente lo hace, bastará para contener la depredación vegetal que nos asola? No. Solo concienciándonos al respecto podremos operar el cambio. Así que mi propuesta consiste en recuperar estas dos bellas tradiciones, los Juegos Florales y la Fiesta del Árbol. Elijan un día, o mejor una semana, en el calendario y, en lugar de convocar elecciones municipales, hagamos un plebiscito en favor de los árboles. Fundemos un premio literario que lleve el nombre de Francisco González Díaz, el apóstol de los árboles, y, cada año, sometamos al escrutinio popular o al dictamen de un jurado, cuáles son las mejores creaciones en las categorías de poesía y prosa. Con una corona de laurel para los vencedores, como en Grecia y Roma. Pero que estos festines sirvan, sobre todo, de acicate para volver a plantar árboles en nuestra desolada isla.

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