Antonio Lorenzo

Iglesia desmochada

Primero pedir disculpas por el uso de ese término que pudiera parecer un tanto peyorativo de “desmochada”, pero correcto tanto desde el punto de vista gramatical como de su uso, ya en decadencia. Pero no me refiero a la Iglesia con mayúscula, Institución a la que pertenezco, pero entonando el “mea culpa” de no serlo en toda la intensidad que corresponde a un buen cristiano.

Recuerdo hace muchos años, el gran enfado de mi amigo y posterior colega en esto de las crónicas, Facundo Perdomo, que al asomarse a la ventana vio “desmochada” la Montaña Mina, habiendo desaparecido el suave pico que siglos y quizá miles de años de erosión natural, la habían configurado; y una torreta metálica sustituyó a la “Cruz del siglo”, que visité en alguna ocasión, elevada como homenaje y también como antídoto contra las catástrofes que los agoreros vaticinaban con la llegada de la nueva centuria y que posiblemente culminarían en “la fin del mundo”, como se decía popularmente, y que Arrecife, por no tener montañas, colocó en el Islote del Francés.

No me contó, pero me imagino el segundo enfado de mi amigo, cuando comprobó que se “deslomaba” su montaña con el fin de colocar unos aparatos aéreos, ante los que, si Don Quijote hubiera tenido ocasión de plantarse, desilusionado habría rendido su lanza, exclamando: “¡Cuan alto me los colocáis!”. Me refiero al templo de San Ginés. Ante el peligro que suponía el deterioro de la linterna de su solitaria torre, el buen criterio y la prudencia de su párroco don Miguel, hizo que lanzara la voz de alarma, en evitación de la necesidad de un segundo milagro como también sucedió hace algunas décadas, cuando al poco rato de haber finalizado una ceremonia religiosa, parte del techo de su nave se desplomó, sin daños personales como suele decir la prensa, y cuya polémica restauración produjo otro enfado, esta vez de don Domingo Abreut, su director. Afortunadamente triunfó el criterio de una reparación que la enriqueciera y que hoy admiramos.

Nuestro templo nació, no desmochado, pero sí manco. Aquella segunda torre, cuya imagen vemos en las esbeltas iglesias de la colonización española en América, quedó en muñón. Nuestro gran poeta, poco editado y cuyo monumento falta en la marina que tanto cantó, don Leopoldo Díaz, en sus literarios retratos de Arrecife dice: “... una iglesia de un solo campanario”. Arrecife tan escaso de monumentos necesita que nuestras autoridades se ocupen de uno de los más importantes y que los vecinos volvamos a ver esa imagen secular de la linterna que remataba su solitaria torre.

* Cronista oficial de Arrecife

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