Antonio Lorenzo

Calzado

Paseando por Arrecife con mi mujer, su amiga Maribel dijo: “En tal comercio, todos los zapatos como estos que llevo en el bolso, a nueve euros el par”. Este comentario me hizo recordar las diversas etapas por las que ha pasado el calzado entre nosotros. De ser su uso, en muchos casos, un privilegio para los pobres bolsillos, a ser una muestra de lujo en los añorados tiempos de prosperidad económica.

El pequeño diccionario que me auxilia dice que “soleta es una pieza de lienzo u otra análoga con que se remienda la planta del pie de la media o del calcetín”. En Lanzarote, soleta era un trozo de suela o un pedazo de goma de camión cortado en forma de ocho alargado, con unas tiras del mismo material para sujetarlo al pie; de fabricación casera o hecha por el zapatero de la esquina. Era la forma más corriente de resguardar el pie de las asperezas del suelo y, muchas veces un lujo, ya que andar descalzo era bastante frecuente.

La soleta se alternaba con la alpargata de lona y base de esparto, que muy pronto se deshilachaba o rompía por la punta. Algunas personas se valían de un truco para que la alpargata durara al menos el doble del tiempo. Un pie calzado con su alpargata y en el otro descalzo, el dedo gordo envuelto en un trapo o venda simulando protegerse de una herida ficticia. Cuando la alpargata usada se inutilizaba se calzaba el otro par guardado en la cómoda y el falso vendaje pasaba al dedo del otro pie. Aunque no había discriminación de género, lo habitual era que la soleta la usara el hombre y la alpargata la mujer.

Había zapateros que hacían botas de “vaqueta”. Eran del color natural del cuero de la vaca y duraban tanto que al final, muchas veces, cuando aun no existían los crematorios y al difunto se le vestía y calzaba como para ir a la fiesta, pasaban a formar parte de la mortaja.

Cuando los “zapatos de fiesta” eran un lujo y su uso se limitaba a contadas ocasiones, las muchachas de los pueblos cercanos al de la Sociedad de recreo, para el trayecto usaban las soletas o alpargatas hasta la entrada del pueblo, se depositaban en algún lugar y se cambiaban por los de fiesta. En el pueblo de San Bartolomé, las jóvenes que acudían, hacían el cambio en la alta acera de la Casa Parroquial, que además servía de un rato de reposo para el cansancio producido por el recorrido. Las alpargatas o soletas allí depositadas eran como un tesoro que nadie se atrevía a tocar.

En las Islas fueron famosos los zapatos “Dorta”, apellido de unos hermanos que los fabricaban en Tenerife y los vendía en Arrecife don Chano Velázquez, el hombre de un solo ojo, en su comercio de la calle Real, esquina a la de Inspector Luis Martín. Eran tan duros que había que ir entrenándose cada día un poco hasta que se amoldaran al pie. Me contaba un pariente político, dado a la escritura de humor que, después de sufrir el tormento de sus zapatos, finalizada la juerga carnavalera y dormir la “tranca”, al despertarse y calzarse a la mañana siguiente se llevó la sorpresa de que, mientras el pie izquierdo seguía causando los mismos dolores, el del pie derecho se había adaptado perfectamente y parecía de seda. Hechas las correspondientes averiguaciones, Abel llegó a la conclusión de que el zapato suavizado había sido confundido, entre los vapores alcohólicos de la madrugada, con el orinal que, en aquellos tiempos pretéritos y menos higiénicos, era reglamentario colocar debajo de la cama. ¿Solución? Repetir la operación, ahora en forma consciente, con el otro zapato.

* Cronista oficial de Arrecife

Comentarios

Graciosísimo. Gracias, maestro...
Simpático el artículo, como todos los que escribe el maestro Antonio. Te pongo este calificativo porque, en verdad tus crónicas destilan sabiduría del acontecer isleño, con un buen sentido del humor, lecciones de un pasado que algunos vivimos y que otros, los más jóvenes, ignoran, pero deben conocer. ¡Sigue con tus crónicas, amigo Antonio!
Me encanta la suelta de conocimientos, producto de la esperiencia y de sus perspicaces observaciones. Muchísimas gracias por el placer de leerlas.

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