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El poder de Eulogio Concepción, el último cestero de Lanzarote

Las manos de de Eulogio llevan sesenta años abriendo pírgano y tejiéndolo

Foto: Juan Cazorla.
M.J. Tabar 1 COMENTARIOS 20/05/2018 - 08:43

En la puerta del taller del último cestero de Lanzarote se apiñan una decena de turistas catalanes. Abuela, madre y nieta levantan las barbillas para asomarse, prendadas como están por la penumbra, el aroma vegetal y el hipnótico rasgar de varillas que el artesano, ris ras ris ras, ejecuta sin darse la menor importancia.

Sus cestas están en hogares de medio mundo. En Estados Unidos y en Japón, por lo menos. Una que pintaron con cochinilla natural de Lanzarote se fue para Norteamérica. El pírgano, explica, es la parte más delgada del tallo de la hoja de la palmera. Su interior (“el corazón”) es tan liso que no admite pintura, así que si se quiere decorar algo, ha de ser el otro lado: “la cáscara”.

“Mira qué manos tiene”, dice una de las turistas que se marcha sin comprar. Las de Eulogio llevan sesenta años abriendo pírgano y tejiéndolo, siendo el top ventas en los años 50 del pasado siglo, y hoy sobreviviendo a la era del plástico y el todo a cien. Sus cestas inauguraron la primera edición de la Feria de Artesanía de Los Dolores, han recibido homenajes en Pinolere, se han vendido como roscas en La Guancha y siguen expuestas, llueva o truene, todos los días, unos pocos metros más adelante de la casa-museo de César Manrique.

Eulogio aprendió a hacer cestas con su padre, Pancho Concepción. “Yo eso no lo quiero para mí”, solía decir Eulogio de adolescente. Hasta que un día, cansado de trabajar tierras ajenas y que no le quedase dinero ni para comprarse algo de ropa para ir al baile, decidió hacer una. Le cogió el material a su padre “a la escondía”. No sabía amarrar, ni conocía bien la técnica. Y así le quedó su primera cesta. “Derecha, estrecha… me salió como una maceta. Mi madre la usó para poner una planta”.

Poco a poco empezó a vender sus cestas brutas pero fuertes. “Antes todo se hacía con esto”. Cestas para mariscar, para guardar las papas, para vendimiar… Empezó a trabajar en el cortijo de Manguia, por debajo de Los Valles. “Quieren que vayas a trabajar los cestos ahí abajo”, le avisaron. Tenían los pírganos esperando por otro cestero, Valentín, que no aparecía. Y allá que fue Eulogio. “Iba los lunes y venía los sábados”, recuerda con exactitud. Estuvo veintinueve días trabajando y durmiendo en un almacén.

Luego trabajó en Los Valles, cuando vivían algunas palmeras más que ahora. Recuerda el miedo que pasó una noche en la gallanía de un camello, con la única escapatoria al exterior bloqueada por las grandes dimensiones del rumiante. Como no se fiaba de que al animal no se le cruzara un cable, resolvió no quedarse más allí y ocupar una casa deshabitada. Cuando Pancho de León le vio durmiendo en aquella casona solitaria “que parecía un cementerio”, le dijo que de ninguna manera, que se quedaba en su casa. Le preparó una cama con un saco relleno de paja que extendió sobre una pesebrera. “Dormí como un bendito”, dice Eulogio, que casi siempre cenaba con aquel hombre y con su mujer. “Les daba compañía y ellos me la daban a mi”.

El repaso cronológico le trae a la cabeza a Gregorio, el caminero que se encargaba de mantener limpias las veredas de tierra, antes de que llegase el asfalto. Con Gregorio no se podía comer con el sombrero puesto. “Hoy muchas veces nos sentamos a comer como borriquitos, pero antes no, era una falta de respeto”. Su mujer, Jacinta, “llegó a darme hasta alguna yema de huevo”, dice Eulogio para indicar todos los cuidados que recibió en aquella casa.

En aquel entonces eran ocho cesteros en Lanzarote y no daban avío. A Eulogio, por su juventud, le llamaban mucho y le encargaban sobre todo cestos de media fanega, que eran muy útiles para llevar, a lomos de los burros, las batatas y las calabazas que se cultivaban en San Bartolomé y se vendían en La Recova de Arrecife. En época de vendimia era una locura. Había gente haciendo cola, esperando a que terminase la cesta para llevársela. Trabajaba día y noche. Hasta que alguien dijo que la cesta estropeaba la uva y era preferible el plástico.

“Esto no se puede perder”

En 1963 le contrataron como conserje en la sociedad de Haría. “Tenía 33 años y hacía de todo”, limpiar, cobrar, despachar… hasta mantener rectas las paredes del edificio. Lo cuenta mientras humedece unas varillas en un cubo de agua para que se amorosen (humedezcan) sin llegar a enchumbarse (mojarse demasiado).

Ha dado clases a mucha gente, también a los chicos de la escuela hogar de Haría, a hombres y a mujeres, a los que prefiere por separado, “porque si no se enralan”, ríe mientras prepara la base de la cesta, pasando los hilos con ese envidiable automatismo que tienen las tejedoras. Haciendo fácil lo difícil. Cada elaboración requiere un tipo de varas distintos. Y usar al menos tres hierros para encorrear. Hace falta maña y “algo de poder en los brazos”. No es algo que se aprenda en un curso de verano. “¿Dos meses, dos horas al día? Para cuando aprenden a abrir un pírgano, ya lo cortan”, lamenta.

“Hoy está complicado conseguir pírgano -dice Eulogio-, siempre amargo por el material”. Que si hay cochinilla, que si no hay quien pode o no hay dinero para pagar al que corte la palma… “Ahora no me amaño sin esto”, dice mientras retuerce la hoja húmeda de un drago. “Esto es una cosa fortísima”, dice. ¿Hay relevo generacional? ¿Algún cestero más que esté trabajando? No. “Yo sé que hay quien se amaña, pero no se ocupa porque no es rentable”, responde Eulogio. “Si a mí no me traen material, esto se pierde”. Hoy, de momento, el material no llega. “¿Qué hora es ya?”, pregunta. Son las dos de la tarde. “Ya nada”, chasquea la lengua. “Que esto no se pierda. Eso sí que hay que ponerlo en el periódico: que esto no se puede perder”.

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No solo se están perdiendo los cesteros. Ya casi han desaparecido los: herreros, calafates, toneleros, carpinteros de ribera, liñadores, rederos, albarderos, etc, etc. Y los pedreros, se han mantenido, gracias a la construcción y decoración de exteriores.

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