PERFILES

Concha Hernández, la memoria de La Graciosa

Foto: Felipe de la Cruz.
Saúl García 4 COMENTARIOS 31/10/2017 - 06:03

En medio del bullicio en que se ha convertido un día cualquiera Caleta de Sebo, cruzar el mercadillo y entrar en la casa de Concha Hernández Páez (La Graciosa, 1926) es abrir una puerta en el tiempo. Del pasillo cuelgan fotos de sus antepasados. En una aparece el abuelo de su marido, de la familia Toledo. Hay más familiares, barcos, estampas cotidianas, casas que ya no existen…

De lejos se escucha a su nieto Achimencey rasguear el timple. En el salón espera Concha, sentada, una de las cuatro mujeres de La Graciosa que superan los noventa años. Pertenece a la tercera generación de gracioseros de su familia, que es lo mismo que decir que pertenece a la tercera generación de gracioseros. Otro abuelo, Simeón Páez, fue el primer vecino enterrado en el cementerio.

“¿Cuántas casas había en Caleta de Sebo cuando usted era niña?” Comienza a contar con los dedos: los Álvarez, los Morales, los Hernández, los Páez, los Guadalupe, los Toledo... No más de veinte. Una de ellas, donde estaba la molina, también pertenecía a su familia. La casa sigue pero la molina no. “Se tenía que haber conservado porque era un patrimonio, era la vista que tenían los barcos, pero la tiraron”, dice.

En noviembre cumple 91 años y aún tiene vista y pulso para coser la camisa graciosera. Tuvo nueve hijos, hizo de padre y de madre porque su marido siempre estaba embarcado y es testigo directo de una forma de vida que ya ha desaparecido y parece muy lejana

Sus padres eran Antonio Hernández Pérez y Carmen Páez Betancort. “Mi padre era un manitas, además de pescador, era el barbero y hacía las cajas para los muertos; yo saqué un poquito de él”, dice mirándose las manos. Aprendió a coser con 15 años y aún cose. Dice que también aprendió mucho de su madre: “Me ensenó a servir y se lo agradezco”. Fue la mayor de siete hermanos y eso le obligó a hacerse cargo de los más pequeños cuando su padre estaba en la mar y su madre subiendo el risco para vender el pescado. Fue a la escuela en La Graciosa con Carmen Toledo y las hermanas Manuela y Esperanza Spínola. Jugaba al teje, la soga o el escondite y convertía en su imaginación a las piedras en muñecas, pero con vestidos de verdad.

En la Isla había muchas cosas que hacer. Mucho trabajo. Había que ir a la montaña: abajo a por agua y arriba a por leña de los matos para cocinar. No había cocinas. La primera de gas en la Isla la trajo su marido, Luis, desde Mauritana, en los años sesenta. El menú no era muy variado. Agua con pasote, gofio y pescado asado por la mañana, “queso el que tuviera queso”, y pescado fresco por la noche, el que pescaran los pescadores. Años después ya se empezó a comer potaje porque se plantaba, y también, cada familia, tenía un cochino que se mataba el Día de todos los Santos, “y se sacaba la manteca, se hacían morcillas y chicharrones”, recuerda Concha. Las lonjas, como la de su suegro, la del Tío Zenón, o la de Cirila, aún no habían abierto. También subía el Risco, en ocasiones, para vender pescado, y además había que lavar la ropa, en las maretas, con barrilla o con una piedra, o en el tendido, donde se ponían las jareas. La loza se lavaba en la marea.

El agua

La vida era dura, pero lo peor era la escasez de agua, dice. A veces había que cruzar el Río para ir a la Fuente de Gusa y volver con el agua en barriles. Y la luz era la que daban los quinqués de petróleo o los carburos, o los mechones de cada barco. Y los medios de comunicación, el bucio que tocaban los pescadores o su abuela avisando que ya estaba la comida, o las novelas que leía en alto el alcalde Gregorio Morales en un almacén. Llegaban noticias en las cartas de los mozos que habían ido a la Guerra civil, donde murió un graciosero y llegó otro con metralla en una pierna. “Íbamos a casa de las madres para que nos contaran lo que pasaba en la guerra”, recuerda. En su familia hubo otra relación con las cartas. Su marido, Luis Toledo, ya con ocho anos ejercía como cartero. Subía el Risco dos veces por semana, y arriba cambiaba con el cartero las enviadas por las recibidas. Su hijo Luis, que asiste a la entrevista junto a Pino, su hermana, también hizo lo mismo más tarde “por una tableta de chocolate”, puntualiza.

Los barcos

“¿Y qué barcos recuerda usted?” El Isla Graciosa, de 1936, El Canguro, El Jaime, El Fernando, San Francisco, Concepción, Nueva Espana, San Roque, El Manolo, El Bartolo, que era el que iba a Alegranza… Los más antiguos los hacía Simeón Morales en la Caleta de la Villa, y recuerda que después ya empezó a haber barcos de ocho metros y medio y luego los de motor. Cosía “para la calle” y muestra un pantalón y una camisa de hombre, lo que usaban los pescadores. Todo es azul marino, sin bolsillo arriba pero con un bolsillo bajo en la camisa, más alto que largo, para guardar la cigarrera y la cachimba.

La tela que se usaba se llamaba mahón y se compraba en la tienda de los López en Haría. El conjunto se completaba con un pañuelo amarillo, que se cambiaba por el negro si se guardaba luto, y con el sombrero. Su hijo Luis dice que el apelativo de italianos probablemente venga de esa indumentaria, de cuando pasaban por el puerto de Las Palmas y les decían que venían los azzurri, como la selección italiana de fútbol. Concha dice que lo de la camisa con remiendos, como típica graciosera, “es un invento”. A veces se remendaban, pero no se hacían así originalmente.

Las fiestas

Se celebraba San Francisco y El Carmen. También se celebraba el Día de Reyes pero no el de Navidad. Y sobre todo, los carnavales. Se iba de casa en casa con la parranda, se hacían disfraces en grupo y se ponían nombres como las lecheras o las campesinas y salía mucha gente con máscaras. “Nos divertíamos mucho”.

Concha se casó en 1948. Subieron el Risco el día antes, se casaron en Haría, les llevó el camión de Luciano hasta la orilla del Risco, bajaron “con un trajito corto”, y luego en el barquillo, “los dos bogando”. En La Graciosa, primero un brindis en casa de los padres y luego a celebrar a casa de la novia. Cuando ya tenían dos hijos se fueron a vivir a Las Palmas, y cuando se iba acercando al muelle de Santa Catalina se quedó “asustadita” por lo grandes que eran los edificios, “como si aquello fuera Nueva York”.


Concha y su marido Luis.

Las visitas

La rutina la rompían las visitas. Recuerda al General García Escámez en 1941, que se encargó de hacer infraestructuras como los depósitos de agua, o las del Obispo Pildáin, que se alojaba en casa de su abuela. Cuando llegaban, una comitiva de barcos los acompanaba desde Punta Fariones. Su bisabuela era ciega, y cuando besó el anillo del obispo le preguntó: “¿Por qué no me lo regala?”.

También apareció algún ornitólogo que iba a Alegranza, algún inglés perdido y Andrés Zala, el húngaro amigo de Franco que impulsó La Rocar, y que apareció en La Graciosa con un pavo real que era la atracción del pueblo cuando desplegaba la cola. Su abuela le hacía la comida y Zala le daba pasas para que se las diera al pavo. Las pasas se las comían los nietos y el húngaro, cuando volvía a la Isla le decía que el pavo estaba flaco. “Don Andrés, es que se está haciendo a La Graciosa”, le contestaba. Después de Las Palmas volvieron a La Graciosa y luego a Arrecife, para que los niños pudieran ir al Instituto. Ahora vive una temporada en cada isla y dice que La Graciosa “está muy masificada y la tranquilidad ya no es lo mismo, pero nos adaptamos”. !Qué vamos a hacer!”.

Comentarios

Aún recuerdo aquellos veranos en su casa, el patio interior , la música. .. añoranza de una infancia inolvidable. Recuerdo ir todo empapado en la proa a La Graciosa. Un abrazo enorme.
Me gusta en un echo realidad
Me gustaría saber quién eres, Juan. Gracias por los comentarios y también a Saúl García por la entrevista...
Me gustaría saber quién eres, Juan. Gracias por los comentarios y también a Saúl García por la entrevista...

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