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Chano Rivera: “Nunca he tenido ilusión de ser muy rico”

Trabajó en una tienda, de repartidor, de camarero, de albañil, de jardinero y montó una granja de gallinas. A sus noventa años, sube en moto todos los días desde Punta Mujeres a Máguez

Foto: Manolo de la Hoz.
Saúl García 1 COMENTARIOS 20/08/2018 - 08:32

Chano Rivera de León (Máguez, 1927) sube todos los días en su moto derby desde Punta Mujeres, donde vive, hasta Máguez, donde tiene plantados “dos surcos” de cada cosa. En sus noventa años, sólo estuvo quieto después de un accidente, cuando le atropelló un coche y permaneció seis meses ingresado en Las Palmas y dos años sin poder trabajar. Chano es hijo de Chano y dice que hasta los veinte años, cuando le llamaron al cuartel, no sabía que se llamaba Eusebio. Menos aún lo sabían sus amigos, que pensaron que no estaba en lista y se anticiparon a lo que en realidad pasó después: que no fue a la mili. Por entonces era luchador. “No un puntal, uno más”, dice, pero a los buenos “los comprometía”. El caso es que piensa que fue por eso, por acabar sudado, cogiendo frío y revolcándose por el piso, por lo que enfermó. Le entró lo que entonces llamaban “pleure” y hoy llamaríamos neumonía. Fue con un amigo a la revisión y como en esa época “en Lanzarote aún no había pantallas”, ya que el primero que las trajo fue Bienvenido de Páiz, dice, pidió que le hicieran la radiografía en Las Palmas y se libró, mientras que su amigo, que no dijo nada, acabó jurando bandera.

Cuando terminó la escuela, con 13 años, como no le gustaba trabajar el campo, se fue a Arrecife a trabajar en las Cuatro Esquinas, en la tienda de Serapio. Allí estuvo unos años y después se cambió al bar de los de Máguez, en la boca del muelle, que compartía acera con otros tres bares: La Marina, El Parral y el de Antoñito el manco, que no era manco pero tenía los dedos torcidos y jamones colgando del bar, porque era asturiano. Antoñito había llegado a la Isla con una ruleta de feria en feria y se casó en Tinajo. El bar se quemó, no el de Antoñito, sino el de Chano, y entonces, sin salir todavía de la década de los cincuenta, montó junto con un socio, Florencio, el primer bar que hubo en La Puntilla. Muy cerca, en la Recova, tenía Marcial Morín una churrería, y le ofreció montar juntos una granja de gallinas. No tenían ni dinero, ni terrenos ni experiencia, así que le dijo que sí. Consiguieron un suelo en Altavista, compraron una incubadora y unas cuantas gallinas y levantaron una nave de quince metros de frontis. Cuando todo estaba a punto, vino un temporal, el mismo temporal “en el que Pablito perdió La Añaza en el muelle”, y la nave se vino abajo. “Lo perdimos todo”.

Cuando terminó la escuela, con 13 años, como no le gustaba trabajar el campo, se fue a Arrecife a trabajar en las Cuatro Esquinas, en la tienda de Serapio. Allí estuvo unos años y después se cambió al bar de los de Máguez

Después de eso se casó y se volvió al campo pensando que “prefería comer gofio bajo una pared que paja en Arrecife” y que el campo tampoco estaba tan mal, porque curiosamente, tampoco le gustaba “levantarse y saber lo que iba a cobrar”. Tenía un terreno en Los Roferos, y “un año que estaba la tierra dura” decidió decir que si le daban 20.000 duros lo vendía. A uno que se lo tomó al pie de la cifra le acabó pidiendo 150.000 pesetas y acordando 130. Con las treinta compró un terreno en Punta Mujeres y el resto se lo gastó en camiones cargados de tierra, cantos, cemento y bloques para hacerse la casa. Contrató un maestro de obra que no tenía peón y ocupó él la vacante, y como les fue bien, pues se dedicaron a hacer casas en Punta Mujeres.

“Nunca he tenido ilusión de ser muy rico, me vale con tener para vivir”. Así que se puso de “estraperlista”, llevando y trayendo cosas al puerto. Pero en la lechería central, que estaba donde el echadero de camellos, le dijo Luciano Socas que hacía falta uno para recoger la leche y que se ganaban 1.500 pesetas, lo mismo que el chófer, y que además podía seguir repartiendo sus recados. Y eso es lo que hizo. Hacía de sobrecargo en el camión y de recadero con los comercios del Norte. Después hacía extras en la hostelería, pero no en bares sino en sociedades. Trabajó en Haría, Mala, Guatiza, en la Democracia y en el Casino. “Es que en todas me llamaban, yo nunca he buscado trabajo”. Luego estuvo dos años en el Ayuntamiento y, al final, cinco años más en Los Zocos de jardinero para cotizar para la jubilación. “En todos los sitios he hecho lo que me ha dado la gana”, exagera. Y siempre ha encontrado un hueco para jugar a la bola. Le hicieron un homenaje porque su familia aporta tres generaciones de jugadores federados.

Tiene varias tierras, repartidas, y casi todas con parras para hacer su vino. Va al campo, se sienta a la sombra, mira un racimo, ve pasar los coches… El campo, que no le gustaba, ahora le gusta, aunque no planta. “Digo que no planto nada y planto de todo”, porque está acostumbrado a tener de todo en casa y siembra dos surcos de cada cosa, que no cuesta nada. También tiene una teoría sobre las tierras. A las que siempre va uno es a las que tienen un árbol, ya sea una higuera o un duraznero. “Un árbol te obliga a ir a la tierra, porque tiene para comer tú y los animales. Si no tienes un árbol no vas”.

 

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Como decimos los de Máguiz. " Quien quiero jigos, que planti pencas "

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