0 COMENTARIOS 07/07/2025 - 07:18

El verano se ha instalado en la actualidad, tanto española como canaria, para recordarnos que el inmovilismo es una moneda de curso legal en los asuntos públicos. Y, como resulta obvio, el periodo estival no va a romper esta dinámica según la cual la gestión política aplica esa costumbre tan nuestra de echar días para atrás. En el ámbito estatal, tenemos al presidente Pedro Sánchez instalado en el búnker de su propia situación personal, acosado por un escándalo que en este caso le pilla demasiado cerca. Cerquísima.

Hay dos cuestiones simplemente insostenibles en el discurso del jefe del Gobierno de España. Uno tiene que ver con su presunto e inverosímil desconocimiento de las maniobras de dos colaboradores, Ábalos y Cerdán, tan cercanos y con un estatus tan sobresaliente en la estructura de poder socialista. El otro, incluso más grave, atiende a su argumento para aferrarse a un poder que ya casi no se traduce en capacidad alguna de decisión. Ha señalado Sánchez que él debe permanecer en La Moncloa, aunque solo sea para evitar que la sede presidencial sea ocupada en breve por la derecha y la extrema derecha tras unas elecciones generales de aún incierto calendario.

Les confieso que como argumento me parece francamente muy pobre. Y además el ademán conlleva un precio carísimo para todo un país. Hay una realidad obvia según la cual la principal función de estar en el Gobierno es gobernar. Porque, de lo contrario, ¿para qué ocupar cargos, nombrar ministros, convocar reuniones que no se traducirán en nada? Porque un Gobierno que no es capaz de actuar como tal es, vamos a decirlo con claridad, un Gobierno fake. Experiencias tenemos de sobra, incluso en España, en tiempos pretéritos en los que la simple inviabilidad de un presupuesto era argumento suficiente para cerrar el kiosco y convocar elecciones.

El presidente Sánchez, al que no considero un malvado, pero sí un político con una lectura muy particular de la realidad, debe entregar a la sociedad española esa decisión sobre su futuro, sea el que sea. Otra cosa sería si pudiera sacar adelante sus propuestas legislativas y aplicar las políticas por las que fue elegido por los pelos pese a perder las elecciones. Pero esas condiciones tan precarias ya no se dan y toca asumirlo de una forma que evite al país una agonía definida por la parálisis y la bronca permanente. Llamar a las urnas resulta, en este caso, el único modo de prestar un servicio al país.

Y ahora permítanme dar un salto al terreno simbólico. A la ficción que a menudo se ve superada por la realidad. Hay una serie de televisión que debería proyectarse en las sedes de todos los partidos democráticos europeos: Baron Noir, una producción francesa que desnuda las miserias (y alguna grandeza) de la alta política a través del personaje de Philippe Rickwaert, un alcalde, diputado y ministro socialista tan brillante como maquiavélico. En ella se muestra con crudeza cómo la corrupción y la manipulación se convierten en moneda de cambio incluso entre quienes se presentan como los guardianes del orden republicano frente al ascenso de la extrema derecha. Seguro que el argumento ya les va sonando de algo.

Llamar a las urnas resulta, en este caso, el único modo de prestar un servicio al país

Baron Noir tiene la virtud de no blanquear nada. Ni siquiera al protagonista, que logra despertar una suerte de empatía enfermiza mientras arrastra a todo un sistema político al borde del colapso. En el fondo, la serie plantea una pregunta incómoda que hoy resuena con fuerza en nuestras democracias, incluida España: ¿estamos dispuestos a justificar cualquier cosa con tal de frenar a aquellos que definimos (y quizá lo son) como ultras? Porque eso es lo que sugiere el presidente Sánchez cuando se aferra a su sillón alegando que su caída abriría la puerta al Gobierno conjunto del PP y Vox. Un argumento que no solo es débil, sino también escasamente democrático. La buena salud del sistema político no se defiende renunciando a los principios. No se fortalece con el auto perdón de los escándalos para normalizar prácticas que erosionan la confianza ciudadana. No se combate a la extrema derecha convirtiendo la política progresista en un ejercicio de supervivencia personal. Simplemente, no es aceptable que desde la izquierda institucional se pretenda arrastrar a la sociedad al chantaje emocional: o nosotros, o el caos. Eso ya lo hemos visto en España, y en otras latitudes, y nunca funciona; de hecho, suele producir el efecto contrario y precipitar los acontecimientos, como estamos viendo con Trump.

Sánchez está solo, pero no del todo, en este juego peligroso. Parte del ecosistema mediático y de su entorno político se ha alineado en una estrategia de supervivencia que recuerda demasiado a los movimientos desesperados (y finalmente exitosos, perdón por el espóiler), del astuto Rickwaert en Baron Noir. La diferencia es que aquí no hay guionistas que puedan darle al botón de pausa. Aquí el coste es real y lo paga una ciudadanía cada vez más escéptica y tentada por los cantos de sirena populistas. No porque crean en ellos, sino porque el hartazgo se ha instalado en el cuerpo electoral.

Hay que decirlo con toda claridad: la corrupción no es aceptable bajo ninguna bandera. Tampoco lo es la autocomplacencia, ese virus que convierte a los partidos en sectas encerradas en sus propios mantras. Ahora le toca exhibirlo al PSOE, cuya carencia de alternativas al hiperliderazgo de Sánchez produce susto. Pero la política no puede reducirse a un tablero donde solo importa bloquear al adversario. Tiene que ver con rendir cuentas, con asumir responsabilidades, con saber marcharse a tiempo cuando ya no se puede aportar nada útil. España no puede permitirse más tiempo en esta suerte de interinidad perpetua. Un país con desafíos tan enormes como los que enfrentamos no puede estar secuestrado por el calendario judicial ni por los cálculos demoscópicos de un comité electoral. Convocar elecciones no es rendirse. Es reconocer que el poder no tiene sentido si no sirve para mejorar las cosas. Como dice el protagonista de Baron Noir, “la política no es una cuestión de coraje, sino de momento”. Y el momento ahora indica que el buen patriotismo está asociado con la convocatoria electoral.

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