Concha de Ganzo

Caricias que arreglan el día

En estos tiempos de nebulosas constantes, de crisis política, social, todo un mejunje difícil de entender, y de asumir. Cansados de tantas discusiones, postulados independentistas, fascistas, la ristra de elecciones que se avecinan, que tal vez no resuelvan nada o lo empeoren algo más, quién sabe. Y la guinda de este pastel podrido y lleno de moscas, la aparición de ese animal desbocado llamado Vox, que a mí, me da miedo. No sé por qué extraña razón en este tipo de formaciones de extrema derecha siempre las mujeres y las minorías acaban convirtiéndose en el foco de sus dardos. Por qué no nos dejan en paz. Qué le hemos hecho para que busquen hasta la esquizofrenia la forma y manera de controlarnos, decirnos qué podemos hacer y qué no. Como niñas pequeñas, sin cerebro, así nos tratan, les encantaría poder reducirnos, que sólo fuéramos unas simples muñecas articuladas a las que dirigir, controlar y por supuesto volver a atar a la pata de la cama. Y en medio de estos pensamientos y temores, aparecieron, y esto es real, una serie de pequeñas moscas o puntos negros que revoloteaban alrededor de mis ojos. Al parecer no es grave, pero molesta mucho. Entonces presa del pánico, propio de una reconocida hipocondriaca, acudí como tantas personas a los servicios de urgencia de un hospital. En el clínico San Carlos de Madrid lo primero que hacen es reconducirte a una sala en la que un grupo de enfermeras clasifica a los pacientes y decide sí necesita que los vea un médico o no. Y en esa sala repleta, sobre todo de gente mayor asfixiada por la gripe, tuve la ocasión de ver una de esas escenas tan tiernas, tan maravillosas, que casi valió la pena que unos minúsculos mosquitos malcriados decidieran revolotear por el lateral de mi ojo izquierdo.

Un señor mayor sentado en una silla de ruedas parecía ajeno a todo lo que sucedía en aquella sala de clasificación. A las toses, las conversaciones a media voz y el paso diligente de los celadores en busca de otros enfermos sin acompañante. Junto a este hombre silencioso y apacible, de pie, sin quitarle de encima la mirada, una mujer de unos 50 años, no dejaba de pasarle la mano por el pelo, y por la cara. Después con una sonrisa pequeña, de esas que salen de forma natural, sin aspavientos, ni florituras, le preguntó si ya se acordaba del nombre de sus nietos. El hombre dijo que sí, pero no fue capaz de recordar ni un solo nombre. Ella volvió a tocarle el pelo, a pasar sus dedos por la cara, con dulzura, como una madre que achucha al niño. Aunque esta vez, era la hija que trataba de encontrar esa fórmula mágica para que su padre encontrará la luz entre sus tinieblas.

Fue un momento tan especial, la mujer y sus caricias, aquellas manos que tocaban a su padre con ese amor incondicional que va más allá. En medio de aquella sala atestada, seguramente de gérmenes, de bacterias, de dolor y de miedos, esta escena tan tierna y dulce me salvó el día. Me olvidé de las trifulcas, del juicio eterno, de Vox. Y reconozco que salí de aquella sala con una sonrisa. Una sonrisa tranquila, sosegada y con la sensación reconfortante de haber vivido un instante que recordaré durante mucho tiempo. Gracias por haberme regalado, sin saberlo, un instante de cariñosa cordura.

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No todo está perdido, aún queda ternura en muchas personas. Respeto y cariño por los mayores
No todo está perdido, aún queda ternura en muchas personas. Respeto y cariño por los mayores
Aún queda respeto por los mayores. Ternura y amor

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