REPORTAJE

El sombrero graciosero y la fuerza del mirar

Foto: Felipe de la Cruz.
M.J. Tabar 0 COMENTARIOS 15/07/2016 - 08:14

A una pregunta (“¿sabe dónde queda la casa de Carmen, la señora que hace sombreros?”), un alegato con retintín (“¿traes la cartera?”). En La Graciosa casi todo el mundo conoce a casi todo el mundo, sobre todo si eres la que trenza el palmito más fino de la isla.

“Este me lo hizo ella”, dice una señora con tocado graciosero mientras raspa una pared y señala la casita con la puerta verde donde vive Carmen Hernández, una de las pocas sombrereras que quedan en La Graciosa.

Su suegra, Adoración Curbelo, fue una de las artesanas de la empleita más conocidas del lugar. Falleció hace poco más de un año en esta casa. “Aquí murió también mi madre”, añade Carmen, que aprendió sola la técnica, cuando todavía era soltera y a fuerza de vérselos hacer a su madre. “A mí nadie me enseñó”.

El auténtico sombrero graciosero es diferente “al de la Vuelta Abajo”, al que venden en los almacenes, al cachorro, al que se hace con paja de trigo… Distinto a todos los demás. “Cada uno con sus cosas, este que te digo es el de La Graciosa”, dice con convicción.

Para empezar, se necesita la materia prima: el palmito, el corazón de la palmera. Desde la plaga de picudo rojo que afectó a palmeras canarias y datileras en Gran Canaria y Fuerteventura, es “muy difícil” conseguirlo. Durante un tiempo, en Lanzarote se prohibió la tala y la poda de ejemplares para evitar que el insecto acudiese atraído por la savia fresca. Ahora se requiere un informe de Medio Ambiente sobre el estado fitosanitario de la palmera y que el solicitante tenga carné de artesano.

Lo habitual es arrancar el palmito “por el día de San Juan”. “Se cortan 2 ó 3 guías y se dejan secar al sol hasta que estén blancas”, dice Carmen. Con un trapo húmedo se limpia de tierra cada vara, blanca como un diente de leche, y se desdobla en dos como si fuera papel de arroz.

Para manipularla, la fibra tiene que estar un poco húmeda, igual que el clima. “Con el tiempo este no merece la pena hacer empleita”, lamenta Carmen, señalando con la barbilla el solajero de mediados de junio.

Con un alfiler, la artesana pincha y rasga la lámina vegetal. La fibra deja paso a la aguja y se abre obediente en un ris ras. Es importante desechar las orillas “porque son duras”y hacer las tiras “del mismo ancho” para que la empleita quede simétrica, proporcionada, con el fino canon que exige el buen sombrero.

Bajo el sobaco, Carmen sujeta un manojo de finas tiras de palmito. En el suelo: el ovillo de empleita sube hasta el sofá, pasa por debajo del muslo —que controla la tensión de la labor— y llega a sus manos. “Cuanto más fino, más bonito”, dice.

“En la mano derecha, seis; en la izquierda, cinco”, indica. Siempre una tira más en una de las manos. “Uno, dos y pa´trás…”, cuenta mientras sus dedos se mueven con un automatismo ritual. Cuando se terminan, enhebra una nueva tira y continúa cruzando y doblando, siempre “apretando bien” para que no se desbarate el trabajo.

26 brazas de empleita

Cuando se ha hecho empleita suficiente (26 brazas de doble trenzado), se empieza a montar el sombrero por el centro de la copa. La trenza se dobla sobre sí misma, como una serpiente enroscada a la que Carmen propina puntadas de hilo blanco. Así, dando vueltas, “girando, girando, girando” se completa el sombrero.

Carmen siempre cose y trenza en el patio, con luz natural indirecta. Hace y desbarata las veces que haga falta hasta conseguir la hechura correcta. No hace sombreros por encargo, porque ni puede ni quiere comprometerse a cumplir plazos o pagar una cuota de autónoma mensual. Hace unos días fue al oculista a revisarse unas cataratas que no le dejan “enviciarse” con la empleita. La sigue haciendo, pero a su ritmo, para su familia y gente conocida. “Si alguien viene, tengo algún sombrero y quiere pagarlo, se lo lleva. Todo se hace a mano, es mucho trabajo”.

La trenza se dobla sobre sí misma, como una serpiente enroscada a la que Carmen propina puntadas de hilo blanco

El sombrero de mujer tiene el ala más ancha y la copa más baja. Ambos llevan por fuera una cinta negra acabada en un lazo (a la derecha si es para ella, a la izquierda para él). Por dentro, en la proa, se cose una tela para que la frente no roce con ningún rabo vegetal. El trabajo se termina con dos tiras de tela que se amarran por debajo de la papada, evitando que el alisio robe semejante trabajo.

El sombrero graciosero se lleva en los bailes, en El Palo, en la tienda, en la mar. Lo lleva cada 16 de julio la figura religiosa del niño Jesús abrazado a la Virgen del Carmen, lo llevó el Charlot que anunció el Festival Internacional de Cine de Lanzarote de 2015, el ex presidente de Canarias Paulino Rivero en sus paseos institucionales por la octava isla y, para horror de su jefe de campaña, lo llevó Mariano Rajoy en un multitudinario mitin que dio en Lanzarote, en el Charco de San Ginés, en 2007.

El sombrero dura “lo que uno quiera” y se tuesta con el sol, “igual que uno”. Tampoco se estropea si se cae al agua porque “sabe nadar”, bromea Carmen. Ha servido de inspiración para diseñadoras como Locaplaya y no tiene denominación de origen que lo proteja. Si no hay mercado que quiera pagarlo o /y relevo artesano, se perderá la técnica. Carmen es consciente pero no quiere enseñar a cambio de nada y exige, al menos, el mismo interés que puso ella en el mirar.

Añadir nuevo comentario