REPORTAJE

El arte del nombrete

Foto: Felipe de la Cruz.
M.J. Tabar 2 COMENTARIOS 13/11/2015 - 08:29

Pasan algunos minutos de la una y en el Muelle de la Pescadería se sigue jugando al envite y al dominó. Resulta fácil encontrar a Antonio Coscona. En realidad se apellida Fuentes, pero todo el mundo le conoce y reconoce por su nombrete “o apodo, o sobrenombre”, puntualiza uno de los parroquianos del bar móvil que abrió aquí su barra para seguir cubriendo los avituallamientos que dejó de atender el quiosco sin licencia. “Es el de allí, el de la camisa azul y el cachorro canelo”.

A veces, para encontrar el origen de un nombrete hay que bucear décadas atrás y discutir un rato largo. La explicación del propio Coscona no convence a todos. “Había un señor en una farmacia que me decía Camiona porque yo era grueso. Y luego yo compraba unas pastillas que se llamaban Koki, para el catarro. Entre Koki y Camiona, Coscona”, explica el afectado.

No hacen falta grandes motivos para rebautizar a una persona. Era muy habitual hacerlo “por cualquier bobería”. Manita de Plata jugaba aquí sus partidas, dice sobre la mesa de metal, y se ganó el nombre porque “se le echaba mucho”. A un hermano de Coscona le decían Juanito la Tora “porque era muy alto”. En el momento de conocerse, para distinguir a dos Juanes o por cualquier cosa. Siempre han existido motivos para dejarse de apellidos.

Unos dicen que el nombrete se transmitía de padres a hijos, que se heredaba como el que recibe una tierra, un piso o una deuda. A veces toda una familia recibía el mismo nombre . “Tomás el de la grúa era La Chopa porque era un apodo familiar. Porque su padre traía barcos cargados de chopas”. Otros discrepan, pero coinciden que por ejemplo Angelito el Fino —gran coleccionista de aperos marítimos y de fragmentos de la historia del Puerto de Arrecife— recibió la denominación de su padre, que fue el primer Fino.

Antiguamente las personas se conocían por los nombres de familia. Antonio se echa la mano al bolsillo y busca algo en la cartera. “El otro día fui a por unos números para la lotería de Navidad al estanco de los Perdomo. Me guardaron tres boletos y los pusieron a mi nombre, ¿ves? —señala— Antonio Coscona. No me conocen de otra forma”. ¿Es el nombrete una forma de humor? ¿Una oportunidad para exhibir la guasa o hacer gala de ingenio? ¿Quizás una forma de decir las verdades? “No tiene por qué”. A La Pulga le decían La Pulga porque un día alguien tuvo la ocurrencia de decir “mira, por ahí viene la pulga esa”. Y ahí quedó la cosa. Quizás este arte esté relacionado con los oficios de la mar y muchos nombretes se pusieron a bordo de un barco. O también en tierra, cuando los hombres llegaban de la mar por Navidades y se encontraban hijos nuevos. “Era normal que los padres pusieran nombretes también a sus chicos”.

Coscona fue carpintero de ribera. “Aquí no había sino carpinteros de ribera o calafates porque nadie quería [trabajar] en los Ayuntamientos porque se pagaba poco, en el muelle no pagaban, en el Cabildo te ponían de peón para labrar piedras, en las tiendas malamente… éramos los únicos con trabajo”. Lamberti, a la que decían La Rocar, Ojeda, Garavilla, Lloret… Letanía de factorías que dieron empleo y entorno a las que se construyó una ciudad. Cada nombre se pronuncia como un conjuro contra el olvido. Hay alguna conferencia que otra sobre la historia del Puerto pero a la hora de la verdad “se olvida”. Ni se conoce, ni se defiende, ni se invierte en memoria histórica.

Unos dicen que el nombrete se transmitía de padres a hijos, que se heredaba como el que recibe una tierra, un piso o una deuda

Aureliano por su parte está francamente satisfecho de que le digan el Capitán. Una señora lo ubica mejor: “Es de los Negrín”, dice cuatro sillas más a la izquierda. Las conversaciones se cruzan como los hilos en un telar. El caso es que el Capitán tiene 81 años y fue capitán de la Marina Mercante, además de inspector del puerto de Arrecife. “¿Quién mandaba en el 73, los socialistas?”, pregunta. Hay que aclarar periodos históricos y discutir los detalles. “Estamos sentados sobre el mar”, recuerda el Capitán. Coincide la mayoría en que la gente joven debe tener presente de dónde venimos y dónde estaba cada cosa, qué se rellenó con cemento y cómo se llamaban las cosas antes de que fueran otras. El Capitán dibuja sobre un papel el antiguo frente marítimo y señala la playa de la Destila (donde hoy está la Sociedad Democracia) y la escalinata del antiguo muelle de la pescadería. Se rellenaron con cemento metros y metros y metros de mar. Todo lo que puntea con el bolígrafo son lugares que se ganaron al Atlántico: los parques, Correos, el Casino Club Náutico que se levantó en 1955…

“Históricamente los apodos, los individuales sobre todo, han nacido por la necesidad de identificación de las personas, cuando el simple nombre de pila no era lo suficientemente inequívoco y los apellidos no se habían generalizado aún”, escribe Gonzalo Ortega, catedrático de lengua en la Universidad de La Laguna, en un trabajo sobre los gentilicios burlescos. “Los individuos motejados aceptan de buen grado el sobrenombre, siempre que éste no sea irreductiblemente ofensivo”, añade. De los motes individuales dice el investigador que, además de que se perderán si no le ponemos remedio, surgieron para dar una “aureola de expresividad”. Para dar esplendor y gracia a esos nombres y apellidos que no son propios del todo.

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